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Personajes de la época

Las mil y una teorías sobre la vida del hijo de la Difunta Correa

Las dudas son muchas y las certezas son pocas -o casi nulas- cuando se habla del bebé que lactaba del pecho de su madre Deolinda. Para creer o reventar, historiadores dieron a conocer sus respectivas versiones en base a libros y relatos de la época.

Por David Cortez Vega

Su vida siempre fue un misterio. Las dudas son muchas y las certezas son pocas -o casi nulas- cuando se habla del hijo de la Difunta Correa. Únicamente es conocido por ese mote, el de “hijo de…”, porque no hay una confirmación firme sobre su nombre, y en mayor medida, de su existencia. Varios historiadores de San Juan y otros puntos del país difundieron diversas versiones, también hay libros y relatos orales, pero jamás hubo una teoría sólida sobre lo que pasó con aquel bebé que estaba sujeto al pecho de su madre Deolinda.

Hay un sinnúmero de versiones. Todas están sustentadas en la tradición oral y con un número muy escaso de documentos fehacientes. Una de ellas indica que el bebé fue adoptado por unas mujeres de apellido Medina, según manifestó el historiador Jorge Delgado y en base al libro de Aldo Büntig ‘¿Magia, religión o cristianismo?’. Ellas residían en el paraje La Legua, de Santa Lucía, donde tenían un oratorio. Allí habrían bautizado al pequeño con el nombre de Francisco y posteriormente lo criaron. La muerte tocó su puerta cuando era muy joven. Francisco habría fallecido a los 20 años aproximadamente víctima de una pulmonía.

En el libro ‘La Difunta Correa y José Dolores’ de Jorge Delgado hay un apartado que habla sobre ‘La presencia inca’ en la historia de la Difunta, que estaría basada en una leyenda huarpe. Conecta a Deolinda Correa como una mujer de la Madre Tierra o Pachamama, dentro de la construcción de un culto autóctono, habla sobre una mujer llamada María y cuenta con similares hechos: “La similitud con el relato huarpe nos hace reflexionar sobre la viabilidad de que esta antigua leyenda indígena haya influido por su transmisión de generación en generación en la conformación de esta piedad religiosa, fusionándose quizá parcialmente los hechos históricos”.

Otra teoría es más tajante. El historiador Rubén Darío Guzmán manifiesta que el chico y su madre jamás habrían existido: “No hay un papel que lo corrobore”. Sí hubo una familia Correa, quienes residieron a muy pocos metros de la plaza 25 de Mayo, pero ninguna llamada Deolinda. Tampoco hay documentos sobre su asentamiento en La Majadita, como se habla hasta la actualidad. En este sentido, expresa una versión, que fue poco sustentada, de que la Difunta habría nacido en Astica.

También hay una versión, con muy poco sustento, que al pequeño lo llevaron a Buenos Aires y allí tuvo otra identidad. También hay una versión, con muy poco sustento, que al pequeño lo llevaron a Buenos Aires y allí tuvo otra identidad.

Justifica su teoría con dos datos. El primero: la aparición del cadáver de la Difunta no fue noticia para los periódicos de mediados del siglo XIX, como los diarios Tribuna, Crónica o La Unión, tratándose de un hecho sumamente noticiable en aquellos años. El segundo: la leyenda cuenta que Deolinda fue a buscar a su marido, de apellido Bustos, a La Rioja, pero ella se dirigió hacia el Este y no hacia el Norte.

La historia de los huesos

Doña Ramona Oliva de Maldonado era propietaria del terreno donde se decía estaba enterrada la Difunta y su hijo. Cuando el Gobierno de San Juan expropió esa tierra para administrar el paraje, el lugar era sólo un desierto sin agua y apenas una decena de casas. Durante los primeros años de los '60 salió a la luz una historia poco difundida y nunca acreditada. Esta habla sobre los huesos de un niño encontrados en la tumba de Deolinda Correa.

“Un mes antes de hacer la entrega del predio, doña Ramona manifestó su deseo de sacar un poco de tierra del lugar donde se decía estaba sepultada Deolinda Correa para guardarla en una pequeña urna como reliquia y seguir orando ante ella como lo había hecho siempre, desde hacía más de 30 años”, relató Miguel Giménez en su libro ‘La Difunta y el Niño’ publicado en 1996.

Esos huesos fueron entregados a Doña Ramona. Luego contó que los huesos fueron examinados por un “profesional” quien determinó que pertenecían a un niño de dos años aproximadamente y que llevaba muerto entre 100 y 120 años. Para Giménez, la autenticidad de los huesos radica en que los primeros enterramientos en la zona fueron de los ferroviarios de Vallecito, a partir de 1913, y que por entonces ya era obligación el ataúd y certificado de defunción.

Otras versiones

Uno de los primeros estudios antropológicos sobre la Difunta Correa fue realizado por Susana Chertudi y Sara Josefina Newbery. Las investigaciones se llevaron a cabo desde 1968 hasta 1978 y dieron a conocer un total de trece versiones. Entre ellas, las más destacadas son las siguientes:

La primera versión fue copiada por las antropólogas de Ablin y Fredes: “Dicen sus fieles que su muerte fue el primer milagro de Deolinda Correa. Casada y con un hijo, su marido fue hecho prisionero por caudillos rivales que lo llevaron hacia La Rioja. Deolinda toma al niño y resuelve seguir a las tropas. Siempre rodeada por el desierto, atraviesa la campiña del Caucete, medanales y cerrillos. Camina incansablemente, pero a los tres días se encuentra perdida y la sed la atormenta. Busca desesperadamente agua para ella y su hijo. Pero todo es inútil. El cansancio y la sed terminan con ella y muere. Al tiempo, unos viajeros encuentran su cadáver y al niño, que ha logrado sobrevivir alimentándose del pecho de su madre. Ese fue el primer milagro: Deolinda, dice la leyenda, aun muerta siguió dando vida a su hijo. Se agrega que los viajeros la enterraron y recogieron al niño”.

La otra versión (N° 16 de Videla) es en la que el niño fue encontrado muerto junto a su madre. Allí señala que la Difunta Correa “era una mujercita humilde y solitaria que, siguiendo a su marido, mandado preso a la capital por un comisario abusivo -vaya a saber con qué intenciones-, se lanzó a pie con sus hijitos por la travesía de Valle Fértil a San Juan. En el camino consumieron las provisiones; el charqui y el patay, algunos higos y, lo más grave, el agua. Agotaron las reservas de tunas, cuya carne jugosa engaña la sed; mordieron en vano raíces amargas y la misma tierra. Las fuerzas la abandonaron traspuesta ya la mayor parte del camino, cuando el espejismo dibujaba en la superficie de reseca arena las copas de las primeras alamedas de Caucete. Bajo el sol abrasador encontraron su cadáver; protegía a los pequeños, muertos también con ella, prendidos de sus últimos frescores: sus pechos, su lengua seca”.

La versión N° 27, (Colección de Folclore, Santa Fe, legajo 25) dice que “cuando San Martín organizaba en Mendoza el Ejército de Los Andes, se reclutaban hombres hasta La Rioja; entre éstos figuraba un paisano de apellido Correa. La madre, no pudiendo sobrellevar la ausencia del hijo, dispone seguirlo; pocos días después de la partida de aquél se pone en camino llevando consigo a un niño de pecho. Una noche, en plena travesía, huye la cabalgadura en que viajaba, quedando a pie; triste trance en que se encontraba la mujer, sola, sin conocer las aguadas o vertientes que -aunque raras- las hay entre los cerros y por añadidura en verano. Aún en estas condiciones sigue su camino a pie, no tardando en caer extenuada para luego morir con su hijito, ambos de sed. Unos arrieros que encontraron los cadáveres, les dieron sepultura en el lugar mismo donde murieron, colocando una tosca cruz”.

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