En San Juan, estas tres mujeres reflejan lo que significa ser madre: Cintia, que nunca aceptó un diagnóstico y vio a su hijo vencer imposibles; María Luisa, que recibió con gratitud el milagro de las trillizas; y Lidia, que peleó sola por la inclusión de su hijo hasta verlo con un título universitario.
Un mismo mensaje en esta fecha especial: la maternidad es fuerza, amor y resiliencia. Y en este Día de la Madre, sus historias se replican a todas las mujeres que, día a día, sostienen, inspiran y dejan una esperanza.
La fortaleza de Cintia: “Me dijeron que mi hijo no iba a caminar y hoy baila en un escenario”
Cintia junto a sus dos hijos. Ezequiel demostró que puede gracias a su acompañamiento
Cintia Villalobos Páez sabe lo que es escuchar las frases más duras de boca de los médicos. Cuando su hijo Ezequiel nació, los diagnósticos fueron lapidarios: retraso madurativo, motriz y mental leve, junto a un cuadro de autismo. “Probablemente no camine. Quizás nunca se siente. Es probable que su vida no se extienda mucho más allá de los ocho años”, le dijeron.
“Fue un golpe seco, brutal. Nos cortaron las piernas”, recuerda hoy, a la distancia. Sin embargo, junto a su esposo Jorge, tomó la decisión de no rendirse. Buscaron pediatras, neurólogos, terapias y tratamientos en Mendoza y Córdoba. Ezequiel no hablaba, no caminaba, no sostenía la cabeza. “Cada paso que daba, por pequeño que fuera, era un milagro para nosotros”, dice.
El milagro ocurrió a los tres años: Ezequiel dio sus primeros pasos. Contra todo pronóstico. La infancia, sin embargo, siguió marcada por crisis, llantos, vómitos por estrés y la imposibilidad de integrarse en actividades comunes. “No podíamos llevarlo a la plaza, no toleraba los ruidos, ni los cambios, ni las multitudes”, explica Cintia.
Pero la vida dio un giro inesperado. Ezequiel pidió bailar. Quería malambo. Su mamá lo llevó al Instituto de Danzas Rocío y allí sucedió lo que parecía imposible: entró solo, sin miedo, sin llanto. Desde ese día, el salón de danza se convirtió en su lugar en el mundo.
“Cuando lo veo bailar, lloro. Lloro porque me acuerdo de todo lo que nos costó, porque los médicos me dijeron que no iba a caminar. Y porque ahora lo veo feliz, aplaudido, acompañado”, dice Cintia.
Hoy, con 14 años, Ezequiel baila tango, folclore y sueña con aprender guitarra. Su mamá repite con orgullo: “Me enseñó que los diagnósticos no definen a una persona. Y me demostró que la fuerza de una madre puede torcer cualquier destino”.
María Luisa: de tres hijas a seis, el milagro de las trillizas idénticas
maria luisa y sus seis hijas
En 2001, la vida de María Luisa Morell cambió para siempre. Ella y su esposo Gustavo Molina ya eran padres de tres niñas cuando llegó un embarazo inesperado. Lo que nunca imaginaron es que se trataba de trillizas idénticas.
“Fue un milagro de Dios y de la naturaleza. Sin ningún tratamiento quedé embarazada de trillizas. Cuando nos enteramos no lo podíamos creer”, recuerda hoy, con 24 años de perspectiva.
El 13 de agosto de 2001, en el Hospital Privado de San Juan, nacieron Lourdes, Valeria y Candelaria, con pocos minutos de diferencia. Todas necesitaron incubadora, pero estaban estables. El parto revolucionó al personal médico. “Me sugerían llamar a los medios, pero yo quería vivirlo en paz, con mi familia”, confiesa María Luisa.
La vida de la familia se multiplicó en responsabilidades, noches sin dormir y cuidados. “Fue un cansancio físico y mental que aún hoy existe. Pero cuando miro hacia atrás, siento que no concibo mi vida sin esta gran familia”, dice.
Con seis hijas, María Luisa aprendió que la maternidad también es un ejercicio de fe y gratitud. “Al principio me costó aceptar otro embarazo, pero hoy sólo tengo agradecimiento. Dios nos bendijo con esta familia numerosa e impensada. Cada día le agradezco”, asegura.
Hoy, con las trillizas ya adultas, la casa de los Molina sigue siendo un hervidero de anécdotas, risas y recuerdos. Y María Luisa, con una sonrisa amplia, se define: “Soy mamá de seis mujeres. Y no lo cambiaría por nada en el mundo”.
Lidia, una madre soltera que superó miles de obstáculos por la inclusión de su hijo
Lidia Molina fue mamá a los 34 años, en circunstancias adversas. Había atravesado un cáncer y una dura quimioterapia. Su hijo, Santiago, llegó como un regalo de vida el 5 de agosto de 2001.
“Fue recibido con muchísimo amor y fue lo mejor que me pasó”, cuenta emocionada. La maternidad, sin embargo, no sería sencilla. Santiago necesitó estimulaciones constantes, terapias y acompañamiento. La inclusión en escuelas comunes siempre estuvo llena de trabas. “Nunca lo pude incluir en un colegio normal. Siempre me encontré con puertas cerradas”, lamenta.
Pero Lidia nunca bajó los brazos. A fuerza de insistencia y acompañamiento, logró que su hijo creciera rodeado de amor y oportunidades. El año pasado, Santiago dio un paso histórico: se recibió de Asistente Administrativo en la Universidad Católica de Cuyo.
“Me sorprendió cómo se desempeñó y las excelentes notas que obtuvo. Mientras estudiaba en la Escuela Aleluya, se iba religiosamente a la universidad cada tarde. Fue un proceso hermoso y muy contenido”, relata Lidia.
El joven de 22 años, educado, sensible y caballero, es hoy “la luz de los ojos” de su madre. “Todo me costó muchísimo, la inclusión no siempre es fácil. Pero verlo con su diploma en la mano fue el mejor regalo. Valió cada lucha”, dice ella, con orgullo.
Lidia resume lo que significa ser madre en una frase que la acompaña cada día: “La maternidad es amor sin condiciones, aun cuando todo se vuelve difícil. Santiago me enseñó que siempre se puede”.