Son las 11:10 de un miércoles. En medio del paisaje huaqueño retumba el silencio. Al avanzar, se oye la música de alguna radio o el grito de unos chicos que, con uniforme escolar, pasan en bicicleta. Unas cuadras al noreste de la plaza, una mujer riega el frente de su hogar. Pero no todo es normal. A su lado, la calle de tierra parece desaparecer: un profundo hueco se transforma en un camino ondulante e intransitable. Alrededor, algunas construcciones de adobe siguen desmoronándose y otras tienen las ventanas tapiadas. Es el eco omnipresente de la crecida que, hace casi seis meses, arrasó con parte del pueblo en plena madrugada. Esa tragedia de la que todos todavía hablan con dolor y que alimenta el temor de lo que pueda pasar cuando vuelva el calor.
Miriam Castro deja la manguera para dar su testimonio sobre la situación del pueblo de Buenaventura Luna y no puede evitar llorar al recordar lo que sintió el pasado 8 de marzo, ese día en que el agua casi se lleva su casa. “Mi mamá me pidió ayuda en plena madrugada y yo no entendía qué pasaba. Nos fuimos con mi marido a socorrerla y empezamos a ver que las calles se transformaban en ríos. Nos costó mucho llegar a rescatarla y, mientras tanto, mis dos hijas más chicas nos llamaban: el agua había empezado a entrar a mi casa” relata, mientras se seca las lágrimas.
De a poco, la familia (que vive de la crianza de animales y la venta de leña) ha ido apuntalando su hogar para reforzar las paredes que quedaron afectadas. Sin embargo, Miriam sabe que en algún momento tendrá que demoler la piecita del fondo. “A esas paredes hay que hacerlas de nuevo”, lamenta. Aunque tiene fe: “Ya llegará el momento”, suma.
Justo al lado de su casa, ubicada sobre la calle San Martín, la arteria de tierra aún muestra el enorme hueco que dejó la crecida. A la vera de ese pozo hay tres viviendas más, y en una de ellas vive su vecino, quien todavía no puede regresar.
El hombre sufrió un accidente cerebrovascular (ACV) y debió ser trasladado a la Capital para recibir atención médica. Más allá de su delicado estado de salud, podría volver a su hogar; sin embargo, al estar en silla de ruedas, le resulta imposible acceder debido al pozo que dejó el agua. “Él está siendo asistido en la casa de un familiar, pero no tendría que suceder eso. Añora volver a su casa, pero las circunstancias, lamentablemente, no se lo permiten”, comenta Miriam.
Hacia el otro lado de su casa vive Marcelo. Él tampoco sabe qué sucederá con su precaria vivienda. Las paredes de adobe tienen grandes grietas y, como su único sustento es la venta de leña, no cuenta con recursos para demoler y reconstruir. Habla despacio, con voz apagada, para afirmar: “Si vuelve el agua o hay un temblor, me quedo sin nada”.
Avanzado por esa calle, aparecen las casas con las ventanas y puertas tapiadas y algunos lotes en los que sólo quedaron adobes desparramados en el suelo, tras la demolición de las paredes que habían quedado tambaleando.
Las familias que vivían allí recibieron nuevas casas en un terreno aledaño al SUM del pueblo. “Las casitas son muy lindas, tienen comedor, cocina, baño y dos habitaciones. Para nosotros fue una bendición”, asegura una de las beneficiarias, quien se mudó junto a sus dos hijos.
Otras cinco familias jóvenes también forman parte del grupo que recibió viviendas nuevas, después de perder las construcciones en las que vivían y que quedaron seriamente afectadas por el agua.
Mientras tanto, en otras casas del sector bajo del pueblo, el más golpeado por la crecida, se repite una escena: pilas de escombros en las orillas de la calle. Son parte de la limpieza y de las reparaciones que los dueños hacen de a poco, con el dinero que logran reunir.
Enojada, al señalar la medianera de su vivienda que aún está en el piso, la dueña de uno de los almacenes del pueblo prefiere el silencio. “Yo no quiero hablar de nada. ¿Para qué? Si de todos modos voy a seguir con esa pared tirada. A nosotros nadie nos ayudó”, dice sin siquiera dar su nombre.
Más allá de las distintas realidades que atraviesan las familias, en el pueblo hay un sentimiento generalizado: el miedo de volver a vivir una experiencia como la de hace casi medio año. Temen que, con el inicio de la temporada de lluvias, el agua vuelva a llegar de repente. Por eso, piden la construcción de una defensa segura que, en caso de ser necesario, pueda frenar la correntada.
Según cuentan, hasta ahora sólo se colocó una muralla de tierra, que ya comenzó a ceder con la última lluvia que cayó en los cerros. Los vecinos insisten en que contar con una contención adecuada es fundamental para la seguridad del pueblo.
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