Carlos Damazo Arnaez tiene 94 años, camina firme y entra a la Escuela Normal Fray Justo Santa María, de Jáchal, escoltado por sus tres hijos. Aunque se siente dueño del lugar debido a que estudió allí toda la primaria, la secundaria y hasta su carrera de docente, se mantiene respetuoso. Se detiene poco después de pasar el portón, cerca del mástil de la Bandera, y espera a que alguien lo autorice para avanzar. Después, se anima a dar unos pasos más y al mirar hacia la galería que hay a su izquierda, su rostro muta repentinamente. Sus ojos se ponen brillosos, se le dibuja una sonrisa y, en un tono de esos que uno usa para sí mismo pero que, sin querer salen con sonido, dice: “Está todo igual”. Da un suspiro, señala la última puerta a la derecha y les revela a sus hijos con expresión cómplice, “esa era mi aula”.
El edificio de la escuela centenaria tiene 92 años, sólo 2 años menos que él. Carlos cuenta con orgullo que forma parte de las cohortes más primitivas de la institución. Entre dientes, su hijo confiesa que ya notaron algunas fallas en la memoria de su padre, sin embargo, aquellos muros que mantienen su estética original intacta, hacen que una luz se encienda en sus recuerdos.
“Yo nací acá, en Jáchal, y vine a esta escuela con mis hermanos. Hice acá desde la primaria hasta que terminé la carrera de docente, cuando tenía 20 años. Cuando me recibí me mudé a la Ciudad para trabajar, empecé a dar clases apenas llegué. Allá formé mi familia y mis hijos se hicieron grandes. Sólo uno se quedó en San Juan. Los otros viven afuera, uno en Canadá y el otro en Buenos Aires. Son andarines, se les dio por tratar de superarse”, cuenta Carlos, para relatar que, “ahora, justo se reunieron los tres y les pedí que nos hiciéramos una escapadita a mi Tierra”.
Mientras avanza sobre los pisos piedra del patio, el sanjuanino confirma que lo que modificó su rostro al entrar fue la emoción. “Siento más que nada eso, emoción –dice y se le entrecorta la voz-. En alguna medida pasé gran parte de mi vida acá. Me acuerdo de Vedia, que era el portero; del asunto de la Bandera, que teníamos que subirla y bajarla y la guardaban allá en la regencia; de la señorita Colombo; y también de algunos compañeros”, relata.
Y mientras sigue mirando los rincones del lugar, su mente continúa regalándole imágenes del pasado. “Me acuerdo también de cuando jugábamos –cuenta-. Teníamos terrenos baldíos atrás, donde estaba la quinta, porque teníamos escuelas agrarias antes. Había frutales y todo ese tipo de cultivos. Ahí siempre quedaba un pedazo de tierra vacío y lo usábamos para hacer los partidos en los recreos”.
En medio de esa marea de vivencias, el nombre que más repite es el del “doctor Chalde”. “Él era nuestros profesores y ni bien los taquitos de sus zapatos empezaban a sonar en la galería, lo escuchábamos desde el grado. Corríamos todos a sentarnos y no sonaba ni una mosca. Todos chilín, porque era muy recto, se enojaba rapidísimo”, dice entre sonrisas.
La docencia en sus raíces
Quizás por los años, Carlos se muestra sin problemas para contar su secreto. A pesar de haberse desempeñado muchos años como docente, revela que nunca le gustó estudiar. “No me gustaba estudiar. Lo que pasa es que lo de ser maestro venía de familia. Mi mamá era maestra y yo la acompañaba a la escuela nocturna donde trabajaba. Yo venía a la escuela a la mañana y en la tarde iba a buscar el caballo y la llevaba en sulky a la escuela en la que ella daba clases, que quedaba en Pampa Vieja. Ahí me quedaba a esperarla y la traía de nuevo a la casa”, cuenta Carlos, quien en ese entonces tenía alrededor de 15 años.
El hombre siguió de tal modo los pasos de su madre, que también ejerció su profesión como docente en una escuela nocturna, aunque de Capital. “En ese momento salió una ley en la cual los maestros que estaban al frente de grados durante 20 años se podían jubilar. Así que aproveché esa ley y a los cuarenta y tantos años ya estaba jubilado. Pero era muy joven todavía, entonces empecé a trabajar en el Banco San Juan. Después me jubilé de ahí también”, relata el sanjuanino.
Después de contar toda su historia, Carlos está listo para volver a dejar la escuela. Pero recibe una invitación para pasar a su antiguo aula. Como en un viaje por multiversos, el hombre de 94 años vuelve a sentarse en el lugar que supo ocupar, pero esta vez, al lado de jóvenes de los años 2000. Aprovecha la oportunidad, les cuenta que los bancos antes eran de madera e individuales y, con picardía, les revela algunas de las técnicas que usaba para copiarse.
Antes de despedirse y de recibir un aplauso de los jóvenes, Carlos se para frente al pizarrón y ofrece un mensaje: “La vida es hermosa, pero depende de cómo la vive uno”, les dice a los chicos de guardapolvo blanco. Y les hace una última recomendación: “Siempre hay que valorar a la familia”.
El sanjuanino que volvió a la escuela después de 74 años