martes 28 de octubre 2025

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Columna

¿Por qué tratás mejor a los desconocidos que a tu familia?

Eres más amable con el repartidor, con el taxista, que con tu madre. Más paciente con tu compañero de trabajo, que con tu pareja. Más educado con el camarero que con tus hijos. Y lo sabes. La inmensa mayoría de los seres humanos, solemos hacerlo aunque nos duela reconocerlo, y eso no está nada bien.

Por Carlos Fernández

En consulta lo veo cada semana: personas agotadas, amorosas, que dan su mejor versión fuera de casa… y la peor dentro. No por maldad, sino por costumbre. Porque la rutina emocional los anestesia, y sin darse cuenta empiezan a tratar con indiferencia a quienes más deberían sentir nuestra ternura.

Damos por sentado lo más valioso

Con los desconocidos, el cerebro activa el “modo social”: ser educado, sonreír, cuidar la impresión. Queremos gustar. Pero con la familia no hay esa presión: asumimos que estarán ahí sin importar cómo actuemos.

Y entonces aparece la trampa: “ellos me entienden”, “ellos saben cómo soy”. Así, día tras día, te permites lo que jamás permitirías con nadie más. Pero ese permiso tiene un precio: las personas que más te quieren comienzan a recibir solo tus restos emocionales.

El agotamiento emocional te pasa factura

Llegas a casa después de un día entero conteniendo emociones, siendo funcional, amable, correcto. Has gastado toda tu energía emocional en sobrevivir afuera. Cuando cruzas la puerta, se cae la máscara y aparece el cansancio en forma de mal humor, impaciencia o desconexión.

Tu pareja no tiene la culpa. Tus hijos no son responsables. Pero ellos se llevan los restos del día: el tú sin filtro, sin paciencia, sin ternura. Y lo justificas: “es que estoy agotado”. Sí, lo estás. Pero ellos también.

La confianza que se transforma en descuido

La familiaridad mal entendida destruye el respeto. Con el tiempo, dejamos de cuidar los detalles que sostienen el amor: los buenos días, la sonrisa, el “gracias”.

Creemos que el cariño basta, pero el cariño sin respeto se convierte en rutina.

He visto matrimonios rotos no por infidelidad, sino por indiferencia. Hijos que crecen sintiendo que los desconocidos reciben más paciencia y dulzura que ellos. Padres que callan porque no quieren “molestar”. La confianza debería profundizar el respeto, no reemplazarlo.

El coste invisible de este patrón

Cada gesto impaciente deja una marca.

Cada palabra áspera resta conexión.

Cada mirada indiferente erosiona el amor.

Tus hijos aprenden que la ternura tiene límites.

Tu pareja empieza a sentirse invisible.

Tus padres sienten que ya no tienes tiempo ni tono amable para ellos.

Y un día, cuando quieras volver a conectar, puede que ya no haya energía del otro lado. Porque las personas que más nos aman también se cansan de recibir lo que sobra.

Cómo cambiarlo y sanar tu forma de amar

Imagina que cada interacción familiar es la primera o la última.

Si hoy conocieras a tu pareja por primera vez, ¿le hablarías así?

Si supieras que esta es tu última conversación con tu madre, ¿usarías ese tono?

Si tus hijos fueran tus alumnos o tus compañeros, ¿tendrías esa paciencia que ahora reservas para otros?

Empieza hoy:

  • Respira antes de responder.
  • Mira a tu familia con curiosidad, no con costumbre.
  • Da las gracias incluso por lo cotidiano.
  • Y recuerda: el respeto no se pierde cuando hay confianza, se fortalece.

A veces, los mayores actos de amor no son los regalos ni las grandes frases, sino el tono con el que decimos “buenas noches”, la sonrisa que aún ofrecemos cuando estamos cansados, la presencia que no necesita palabras.

Porque la familia real no quiere tu perfección. Quiere tu atención.

Escrito por: Carlos Fernández.

Coach profesional y Psicólogo

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