Con la imagen de su hija en el pecho -como en cada marcha, entrevista y fecha especial-, Silvana Villalón abre las puertas de su casa en lo profundo del Barrio Valle Grande. Los retratos de Rocío están por todos lados, en los muebles y en la pared. Ella dice que no suele ir al cementerio, que prefiere y siente que la mejor manera de conectar con su hija es a través de su hogar: sus fotos, la silla en la que se sentaba, su habitación, su comida favorita. Ya pasaron 12 años de aquel día en el que un instante cambió para siempre su vida, cuando su hija fue encontrada sin vida a pocos kilómetros de su casa. Aun así, para Silvana ese instante es como si hubiese sido ayer. Nada cambió. El dolor sigue ahí, aunque a veces le toque sonreír.
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El sol de la mañana entra por la ventana de la cocina, iluminando su compañero de todos los días, el mate. Ella se sienta frente a la mesa, con las manos apoyadas sobre el mantel, y es inevitable no quebrarse al revivir sus días, su rutina sin su hija. “Todos los años, para las mamás, es igual. Todos los días nos levantamos con esa falta… hay veces que uno se siente más pesado”, dice.
Entre los fotos y otros tantos recuerdos, habla de cómo aprendió a contener el dolor para los demás, especialmente para sus hijos, que eran apenas niños cuando ocurrió la tragedia. “Trato de no hacerles más pesada la vida. Siempre la carga la llevamos nosotras. Aunque a veces dan ganas de llorar, de tirar todo, uno se guarda las lágrimas para que ellos no se quiebren. Aunque pasen los años, para mí es como si lo viviera en este instante”, confiesa, mientras recorre con la mirada la silla donde su hija solía sentarse.
En su casa las imagen de su hija está presente siempre. Su ropa, sus cosas, sus sueños, todo es memoria viva. “Sí, me la imagino hoy. Una profesional, porque quería ser bioquímica. Hoy tendría 28 años. Estaría festejando los logros de su hermana menor, haciendo planes… pero no está”, cuenta.
Embed - Silvana Villalón y el recuerdo de su hija
Su voz se rompe en el relato. Durante años, la culpa fue un peso invisible que la acompañó cada día: “Dios me sacó de ahí, me hizo ver que más de lo que había hecho no podía hacer. Hice lo que estaba en mi alcance”. Asegura que la sociedad puede ser implacable con las víctimas y sus familias. “Es lo primero que hacemos los seres humanos: señalar. Tenemos el dedo señalador. Lo estoy viviendo ahora con el caso de Brenda, Lara y Morena. Se habla de ellas, de sus vidas, de lo que hacían, cómo vivían… siempre el dedo señalador es hacia la víctima”, dice, y su mirada se detiene en la pared donde una foto de Rocío la observa.
El triple femicidio en La Matanza, ocurrido justamente en la semana del aniversario de Rocío, reavivó esa herida que nunca cierra del todo. “Muy jóvenes, demasiado tiernitas para andar en la calle y terminar de esa manera… nos remueve muchísimo como madres”, confiesa, mientras el silencio de la sala parece envolverla, como el peso de la memoria, el dolor de la injusticia y la tristeza de lo irreversible.
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El 28 de septiembre de 2013, Rocio de 16 años fue asesinada por su pareja Fernando Flores -condenado a prisión perpetua- en Pocito, San Juan
El recuerdo de la justicia también le deja una sensación amarga. Fernando Flores, el único acusado por el femicidio de Rocío, fue condenado a perpetua, pero Silvana sabe que las leyes son frágiles: “Hay violadores que los dejan salir… hasta que las leyes no cambien, mucho no va a mejorar”. Aun así, dice que ya no tiene rencor. “Yo no vine a este mundo a juzgar. Sí, lo perdoné. Nunca me miró a los ojos, pero sé que un día tendrá que arrepentirse de verdad”, afirma con la serenidad.
“Los demás siguen con su vida, pero una madre queda con ese peso para siempre. Yo aprendí a llevarlo con recuerdos, con fe y con la esperanza de que la historia de Rocío no quede en el olvido”.
Doce años después, en esta casa que es a la vez refugio y memoria, Silvana respira hondo, rodeada de las imágenes de su hija. Entre las paredes y los objetos cotidianos, Rocío sigue ahí.