Durante años, la medicina se enfrentó a una de sus limitaciones más complejas: medir el dolor con exactitud. Escalas numéricas, entrevistas y observaciones clínicas fueron las herramientas disponibles, pero todas compartían un mismo problema: la subjetividad. Esa falta de precisión derivó en diagnósticos erróneos, tratamientos ineficaces y un abordaje desigual entre pacientes.
Hoy, la inteligencia artificial (IA) y los sistemas biométricos están modificando por completo esa realidad. Según investigaciones citadas por MIT Technology Review, los algoritmos capaces de interpretar señales fisiológicas y expresiones faciales ya permiten detectar el dolor en apenas segundos, incluso en personas que no pueden expresarse verbalmente.
Del método tradicional al análisis automatizado
En residencias geriátricas del Reino Unido, como Orchard Care Homes, la medición del dolor en personas con demencia se realizaba con la Abbey Pain Scale, un cuestionario basado en la interpretación del personal de salud. “Era un ejercicio de marcar casillas”, recordó Cheryl Baird, exdirectora de calidad del grupo. Esa falta de precisión provocaba que muchos pacientes fueran tratados con sedantes por agitación, sin que se identificara la verdadera causa: el dolor.
Esa dinámica comenzó a cambiar con la incorporación de sensores biométricos. Equipos como el monitor PMD-200, de la empresa Medasense, miden en tiempo real variaciones en la frecuencia cardíaca, la temperatura y la sudoración para calcular un “índice de dolor”. En estudios clínicos, el dispositivo redujo la intensidad reportada por los pacientes sin aumentar el uso de opioides.
El rostro como indicador
El salto más grande llegó con el análisis facial automatizado. A través de sistemas de visión por computadora entrenados con el Facial Action Coding System (FACS) —modelo que identifica 44 micromovimientos universales del rostro—, los algoritmos lograron más del 90% de precisión en la detección de expresiones relacionadas con el dolor.
Basada en esa tecnología, la aplicación PainChek se consolidó como una de las herramientas más prometedoras. Aprobada en Australia, Reino Unido, Canadá y Nueva Zelanda, utiliza la cámara de un teléfono para analizar nueve microgestos faciales en solo tres segundos y generar un puntaje del dolor de 0 a 42 puntos. El sistema se complementa con observaciones de conducta y sueño, y almacena los datos en la nube para ajustar tratamientos en tiempo real.
“Hay un conjunto de códigos faciales comunes a todos los humanos, y nueve de ellos están directamente asociados al dolor”, explicó su creador, Kreshnik Hoti.
Impacto en la práctica médica
Los resultados fueron notables. En las residencias donde se implementó PainChek, el uso de psicofármacos se redujo un 25%, mientras que las caídas entre residentes bajaron un 42%. Casos frecuentes, como el de personas que evitaban comer por dolor dental no detectado, comenzaron a resolverse, mejorando su alimentación y su sociabilidad.
Además, la rapidez del proceso transformó la rutina del personal: una evaluación que antes requería 20 minutos ahora se completa en menos de cinco. “No adivinamos la presión arterial ni el oxígeno. ¿Por qué deberíamos adivinar el dolor?”, reflexionó Baird.
Desafíos pendientes
Aunque los avances son significativos, los especialistas advierten que la tecnología aún enfrenta limitaciones. Algunos algoritmos pueden mostrar sesgos en función del tono de piel o confundir expresiones de dolor con las de miedo o náusea. También preocupa la posibilidad de que los profesionales deleguen en exceso la observación clínica en las máquinas.
Por eso, los desarrolladores proponen un modelo híbrido que combine la evaluación automatizada con la experiencia humana. PainChek ya trabaja en una versión para bebés menores de un año, mientras otros proyectos investigan sensores cutáneos y bandas EEG para detectar dolor en pacientes oncológicos o con patologías neuropáticas.
El dolor como nuevo signo vital
Para muchos expertos, esta revolución tecnológica implica un cambio cultural profundo. El dolor, históricamente considerado un síntoma difícil de medir, empieza a reconocerse como un signo vital cuantificable.
“Viví con dolor crónico y me costó que me creyeran”, admitió Baird. “Si estas herramientas hubieran existido antes, mi experiencia habría sido muy diferente”.
Con la inteligencia artificial, la medicina se acerca a un nuevo horizonte: darle voz al dolor silencioso y garantizar que cada paciente —sin importar su edad o condición— reciba un tratamiento ajustado a la precisión de la ciencia y la sensibilidad de la tecnología.