Por qué la historia del sanjuanino Mauricio Cabrera tendría que estar en Netflix
Creció en la Villa Pateta, fue vendedor ambulante y a los 14 años, de alpargatas, pisó por primera vez un gimnasio de boxeo. Soñaba con ser campeón del mundo hasta que conoció el Penal de Chimbas. Cuando cumplió su pena, se fue a Buenos Aires a dedo para transformar su vida. Fue guardaespaldas de políticos, se encadenó por los derechos de los boxeadores en el Luna Park y hoy, se mueve entre el empresariado y el estudio. La historia del Gringo.
"Amo este lugar... se me pone la piel de gallina. Siempre trato de venir para respirar un poco de este aire seco que me hace bien, y recordar de dónde vengo y todo lo que fui consiguiendo en el camino". Mauricio Cabrera (49) habla, mira a su alrededor y se emociona. Aunque hoy vive a más de mil kilómetros, en Villa Urquiza, Buenos Aires, su lugar en el mundo siempre será la Villa Pateta, allí donde vivió con sus padres y las vivió todas. Mientras recuerda su infancia y los días en los que salía con su padre a vender desde fósforos hasta platos y vasos de casa en casa, sus amigos del barrio se empiezan a acercar para saludarlo. Todos saben quién es, todos saben su historia y cuánto la tuvo que pelear para ser lo que es hoy: empresario, mánager y estudiante.
"Yo vivía acá con mis papás y mis siete hermanos. Mi viejo era vendedor ambulante, y yo acá jugaba, lo ayudaba o me peleaba con todos (risas). Creo que por eso es que me agarró un vecino y me dijo ´vení pibe, por qué no vas al Mocoroa a descargar un poco de energía´. Yo tenía 14 años. Y la verdad es que el primer día que fui me enamoré de la disciplina y no dejé de ir. Me enamoré del boxeo", confiesa el exboxeador sanjuanino.
Desde aquel entonces, el Club Julio Mocoroa se convirtió en su refugio. Aquel chico de alpargatas rotas, que había aprendido a rebuscárselas vendiendo lo que sea en la calle o ayudando a cosechar damascos, empezó a ver en el ring una forma de escape. “Me acuerdo del primer día que fui al gimnasio. Fui con alpargatas rotas, y ese día me cambió la vida. Empecé a pensar diferente, a encontrar una expectativa de vida”, dice mientras observa las calles de su barrio, esas que lo formaron a los golpes, literalmente.
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Su infancia fue un torbellino de carencias, trabajo y mudanzas. Nació en plena dictadura, en 1976. Su mamá era menor de edad cuando la policía la retuvo, y él, con apenas unos meses de vida, fue adoptado por una familia de Villa América. “Un comisario me llevó a esa casa, y ahí me criaron como uno más. Con el tiempo mi mamá me recuperó, pero con ellos quedó un lazo para toda la vida”, cuenta, con los ojos vidriosos. A los veinte años se reencontró con esa familia y desde entonces los llama “hermanos del corazón”.
De chico jugó al fútbol en Peñarol y soñó con patinar -“porque veía los rollers de los otros chicos y me fascinaban”, dice-, pero el destino lo llevó al boxeo. Corría desde Villa Pateta hasta el Mocoroa todos los días. “El primer día que fui, vi las bolsas, las cuerdas, los guantes… y no quise salir más. Desde entonces no falté un solo día”, dice. Su madre tenía miedo por él: “Me decía que todos los pibes del boxeo terminaban mal, pero yo le demostré que el boxeo me salvó la vida. Yo no terminé mal, terminé bien porque a mí el deporte me sirvió. Me centró y de más grande, me centró aún más”.
El "Gringo" creció creció entre los guantes y las calles. En los torneos amateurs se ganó un lugar, y el sueño de ser campeón del mundo empezó a tomar forma. Pero como en toda historia de lucha, la vida tenía un golpe inesperado preparado. “No todos los golpes que recibí fueron arriba del ring”, dice.
A los 22 años, cuando llevaba apenas seis meses como boxeador profesional, un error y una mala junta lo llevaron a conocer el Penal de Chimbas: “Fue durísimo. Lloré todas las noches. Ahí aprendí lo que era la libertad. Yo siempre estuve rodeado de cosas turbias, pero el boxeo siempre me terminó rescatando”. Es que adentro, un ring improvisado volvió a ser su refugio. Entrenaba con bolsas y guantes que le llevaba su entrenador, Eduardo Fernández, símbolo del Mocoroa. “Fue un hombre al que amé como si fuera un padre, un tipo fiel, que cuando estuve en cana me visitó y me llevó todo para que yo no dejara de entrenar. Así pude salir de la cárcel dos veces para pelear y reencontrarme con la gente, que fue cuando dije que yo no volvía nunca más a ese lugar. Y así fue", señala.
Pero su paso por el penal también lo marcaría para siempre por otro motivo. En medio de un motín, Cabrera le salvó la vida a un guardiacárcel herido de bala. “No me preguntes cómo, pero lo cargué y lo saqué por un boquete. Ese día fui el que calmó la bronca. Después me aislaron porque los presos no me querían ver”, recuerda. Su gesto valiente le valió una conmutación de pena firmada por el entonces gobernador Alfredo Avelín, según contó el protagonista. “Me dieron la libertad por salvarle la vida a un hombre. Fue como volver a nacer".
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Cuando recuperó la libertad, juró no volver jamás. Regresó al ring, ganó diez peleas como profesional e intentó abrirse paso. “Me faltó que me apoyaran más de acá, de mi provincia. Voluntad y capacidad tuve siempre. Me cagaban a piñas, pero la segunda ya no”, dice entre risas. Pero cuando las puertas se cerraron, decidió abrir las suyas propias: se fue a Buenos Aires con una mochila, una muda de ropa y un objetivo: transformar su historia.
Lo llevó un camionero sanjuanino, con el que compartió mates e historias durante las casi 14 horas de viaje. Cuando llegó a la Capital, durmió en casas prestadas y trabajó de todo: mozo, ayudante de pintor, encuestador del INDEC -laburo que sigue conservando- y hasta hombreando carne en el Mercado Central. “Llegué con una mano atrás y otra adelante. Pero empecé a rodearme de gente buena, que me decía ‘terminá el secundario’, y lo hice. Después seguí periodismo deportivo. Quiero ser alguien, quiero superarme”, confiesa.
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Además de trabajar en el INDEC y de tener su propia empresa de eventos de boxeo, también se divide como seguridad entre dos clubes que son rivales en la cancha: Independiente y Racing
Allí también conoció otro mundo: el de la seguridad privada. Fue guardaespaldas de políticos y empresarios, un trabajo que le permitió ver de cerca los contrastes del país. “Pasé de no tener para comer a estar en reuniones con gente que movía millones. Pero nunca me olvidé de dónde venía", cuenta.
Y, una vez más, el boxeo lo llevó a pelear por algo más grande. Cuando vio la precariedad con la que vivían muchos boxeadores retirados, decidió alzar la voz.
En 2007 protagonizó una de las escenas más insólitas -y recordadas- del boxeo argentino. Ocurrió en el mismísimo Luna Park, durante la pelea entre Jorge “La Hiena” Barrios y el tailandés Decho Bankluaygym. La velada estaba transmitiéndose en vivo por TyC Sports y tenía más de ocho mil personas en las tribunas cuando, de repente, un hombre disfrazado con peluca y anteojos negros irrumpió en el cuadrilátero con un cartel que decía: “Kirchner, que no maten a los deportistas en vida”. Ese hombre era Mauricio Cabrera.
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El sanjuanino intentó trepar al ring, pero quedó enganchado entre las cuerdas. En segundos, la seguridad privada y efectivos de la comisaría 22ª lo redujeron y le rompieron el cartel, aunque no antes de que millones de televidentes alcanzaran a leer su reclamo. Claro que n era la primera vez que protestaba.
Un año antes, se había encadenado en la puerta de la Federación Argentina de Boxeo pidiendo atención médica tras una lesión grave que había sufrido en 2005, durante una pelea que terminó siendo el punto final de su carrera profesional. Desde entonces, había quedado en conflicto con la Secretaría de Deportes de San Juan, la FAB y el canal TyC Sports, por sentirse abandonado. Aquel desesperado gesto fue su forma de gritar lo que para él, muchos callaban. “Yo no fui a buscar fama -dice hoy-, fui a pedir justicia por los que se rompieron el cuerpo y después quedaron en el olvido".
También se encadenó en el Luna Park en reclamo por los derechos de los pugilistas, exigiendo reconocimiento, cobertura médica y un retiro digno. “No lo hice por mí, lo hice por los que ya no podían pelear ni tenían para comer”, recuerda.
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Esa lucha lo llevó a convertirse en dirigente y en referente entre sus pares. Hoy encabeza la Asociación de Técnicos Unidos de Boxeo, desde donde impulsa el derecho de formación deportiva y la modificación del estatuto que impide a los exboxeadores integrar la conducción nacional. “Antes el boxeo no tenía seguro de vida, hoy sí. Antes no sabíamos que teníamos sindicato, y ahora estamos todos activando. En cinco años vamos a tener representantes olímpicos”, asegura.
Su historia, con todos sus giros y contrastes, parece escrita para la pantalla grande. “A veces me preguntan cómo sigo de pie después de todo. Y yo digo que soy el ejemplo de que se puede cambiar. Que no importa de dónde vengas, sino hacia dónde vas”, reflexiona.
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Hoy, a los 49 años, el sanjuanino vive en Buenos Aires con su esposa e hija, estudia Periodismo Deportivo y es empresario. Pero cada tanto vuelve a San Juan para visitar su barrio, para caminar las calles de Villa Pateta y estar con los chicos que lo rodean y escuchan. “Sueño con hacer lo que otros no hicieron por mí: ayudar a los chicos, formarlos, llevarlos a Buenos Aires y devolverlos transformados. Quiero dejar algo bueno, y sobre todo, cuidarlos”.
Antes de irse, vuelve la mirada hacia el barrio. El viento levanta un poco de polvo y él sonríe. “Nunca bajé los brazos. Aprendí que hay que empujar el carro, porque si empujás, arranca. Y yo siempre empujé. Ahora mi objetivo es recibirme, y sé que lo voy a lograr”.