La historia cuenta que la madrina de bautismo de Oscar fue nada menos que Mora Hileret de Martínez de Hoz, la patrona de su madre. Un gesto que resume esa mezcla argentina de cuna humilde y vínculos cruzados entre mundos que nunca terminan de tocarse del todo. Pero más allá de la madrina de alcurnia, el destino de Bonavena se escribía en la calle, en la vereda, en los adoquines de Parque Patricios, donde la guapeza era moneda corriente y la risa se imponía al drama.
Ringo de niño ya era un personaje. Tenía pies planos, pesaba 60 kilos a los once años y andaba siempre metido en líos, pero zafaba con un chiste, una mueca o una sonrisa. No era buen alumno, no se destacaba por la conducta, pero era el preferido de su vieja, que lo llevaba a upa hasta el Hospital Penna para curarle los pies y que tarareaba tangos compuestos por su hermano, el tío Antonio Bonavena, músico de los buenos, que había tocado con Pichuco y Pugliese. En esa casa se respiraba música, trabajo, y mucho amor.
El Titi se formó en la calle, como tantos pibes de barrio. Hacía changas, vendía Coca Cola en la cancha de Huracán los domingos, trabajó de cadete en una farmacia, y también de carnicero, un laburo que siempre recordaría con cariño. Entre medias reses, huesos y sangre, fue forjando esos bíceps que después meterían miedo en el ring. Comía como una lima: cinco milanesas al mediodía y otras tantas a la noche. “Mangia che ti fa bene”, decían los tanos, y él se lo tomaba literal.
Su relación con el deporte empezó con los fierros. Entrenaba en San Lorenzo, aunque era fanático de Huracán, porque el club le quedaba cerca. Lo echaron por tirarse vestido a la pileta, pero eso no lo frenó. A los doce años ya perfilaba como un “pato viccas”, esos pibes fortachones a lo Charles Atlas que estaban de moda. Y un día, en un carnaval, lo disfrazaron de boxeador. Le vendaron las manos, le tiznaron un ojo, le colgaron una toalla al cuello. El abuelo Grillo lo miró y dijo: “Este pibe nació para campeón”. Y no se equivocó.
La guapeza le salía por los poros. En la tribuna de Huracán ya se hacía notar. Cuando se armaba la batahola, Ringo estaba al frente. Trompada limpia, sin fierros, como se resolvían las cosas entonces. Después llegaron otros tiempos, más oscuros, donde las barras se armaban con fierros de verdad. Pero Ringo era de otra época. En la suya, lo importante era el cuerpo, el aguante, la presencia. Y él tenía de sobra.
El colegio no lo entusiasmaba. Llegó hasta sexto grado y después se largó a laburar. “De tanto repetir por poco me caso con la maestra”, decía entre risas. Porque eso también lo definía: la lengua filosa, el humor chispeante, la frase al borde. Fue boxeador, sí, pero también un personaje, un provocador, un showman antes de que esa palabra existiera por estos pagos.
Después vendrían las peleas que todos recuerdan. El debut, el Luna Park repleto, el cruce con Ali en el Madison Square Garden, los rounds inolvidables y los títulos. Pero lo que nunca perdió fue la raíz. Siempre fue el pibe de Parque Patricios que volvía al barrio con el cinturón bajo el brazo y la sonrisa intacta. El que no se olvidó nunca de doña Dominga, ni de los ravioles de los domingos.
Lo mataron en Reno, Nevada, en una historia turbia que todavía duele. Tenía solo 33 años. Pero su figura se hizo eterna. Porque Ringo no fue solo un boxeador. Fue el campeón del pueblo. El que hablaba como nosotros, el que peleaba como nosotros quisiéramos pelear, el que se paraba frente a los poderosos y les decía “acá estoy yo”. Fue parte de una Argentina que ya no existe, pero que todavía late en la memoria.
Hoy, a 83 años de su nacimiento, Ringo sigue siendo eso: una leyenda de carne y hueso. Un símbolo de barrio, de esfuerzo, de guapeza bien entendida. Un tipo que, como él mismo decía, "cuando suena la campana, hay que pelear".
¡Salud, Ringo! Donde estés, seguro hay milanesas calientes, una radio prendida con tangos, y alguien que te escucha mientras vos contás alguna historia.
El día que protagonizó la pelea más taquillera junto a un sanjuanino
Hace 61 años, en el escenario del estadio Luna Park, se disputó la pelea más taquillera -hasta el día de hoy- del boxeo argentino. De un lado estaba Oscar Natalio Bonavena, ídolo popular y cuya personalidad era muy marcada entre el montón. Del otro lado estaba Gregorio Peralta, sanjuanino de pura cepa, un tipo muy querido, y más aún cuando se bancó como un campeón todas aquellas provocaciones previas que había recibido por parte de su adversario. Ambos se vieron las caras en los pesos pesados, en una pelea histórica de la que fueron testigos un poco más de 26.000 espectadores.
Según relató Cherquis Bialo en Infobae, aquella pelea paralizó al país. Fue el día en que el Luna Park batió un récord de público jamás superado con una recaudación de 13 millones de pesos de la época, equivalentes a 55.000 dólares, aunque en realidad se calculó que eran casi 30.000 las personas que se hallaban apiñadas en el estadio, más otras 5.000 que al no poder ingresar siguieron la pelea con sus radios portátiles en las inmediaciones de Corrientes y Bouchard.
Oscar "Ringo" Bonavena y Gregorio "Goyo" Peralta configuraban en la época un significante diferente al de dos boxeadores en pugna por una corona nacional, la de los peso pesados que en éste caso exponía Goyo. Bonavena y Peralta resultaban asimétricos, diferentes en todo: desde los estilos y los comportamientos sociales hasta en las ideas políticas de cada cual. Bonavena era peleador; Peralta boxeador.
En ese entonces, Bonavena tenía 22 años, era histriónico, osado, transgresor: "Que lleve la cédula por que después de la pelea no lo va a reconocer ni la madre", decía. En cambio, Peralta, tenía 30 años, era discreto, recatado, respetuoso: "Hablaremos sobre el ring, estoy muy bien preparado para hacer una buena pelea", repetía.
Bonavena quiso subir al ring con una inscripción en su bata que rezaba: "Las Malvinas son Argentinas" . Peralta hizo esfuerzos para llevar en la espalda de su "robe de chambre": "Perón Vuelve" o "Viva Perón".
Bonavena y Peralta fueron impedidos de tales aspiraciones por el empresario Tito Lectoure quien tenía como invitados a varios militares de su amistad, entre quienes se destacaba el Comandante en Jefe del Ejercito, general Juan Carlos Onganía –luego Presidente de Facto– con reserva de una butaca en la segunda fila.
]Ringo no se privó de aludir a la condición de peronista de Goyo en sus entrevistas pero los periodistas preferían no ahondar en tal aspecto. Peralta era advertido por el cronista circunstancial "que preferentemente no hablara de política en los reportajes previos". Esa grieta llegó el ring y estuvo presente en todo el panorama que rodeó al match.
El esperado combate fue reflejado obviamente por la revista El Gráfico (edición 2396). En tal oportunidad escribió entre otras cosas: "… Nadie dudó del triunfo de Bonavena. Fue amplio, legítimo, bien fundamentado. Publicidad y ruido terminaron a las 23.27 cuando el Luna se llenó de "Dale Goyo", cuando más de 25.000 personas exigieron la verdad del pleito…"
"… Bonavena denunció con su mirada la intención de un esquema que habría de prolongarse los doce rounds: trabajar sin ansiedad, pensando. No impuso de arranque el ritmo demoledor esperado. No fue en procura de la definición, como contra Rodolfo Díaz. Salió a cumplir un plan. Claro, fácilmente advertible: entrar y salir con cautela, esperar el KO. Trabajar para el KO. Peralta se desorientó ante el planteo. Esperó el desborde para especular con un cansancio que nunca llegó. Y no pudo solucionar el problema…"
"… La pelea se definió en el quinto round, cuando el público comenzaba a impacientarse, cuando el aliento a Peralta se silenció, cuando Bonavena daba imagen de seriedad. Iban 1 minuto y 58 segundos, el cross de izquierda en contra llegó a la barbilla del campeón después de un amarre del propio Peralta. Sus piernas se resignaron y cayó bruscamente. Los ojos se clavaron el rincón de Bouchard y Lavalle. La voz del referí Victor Avendaño resultó débil ante el griterío. La cuenta de 4 segundos en el piso y los otros 4 por reglamento definían el desarrollo del combate. Pero a partir de ese momento aparecía otra virtud en el vencedor: obedecimiento a su plan, continuidad de la obra pergeñada por sus técnicos Juan y Baustista Rago. No fue en procura del golpe final ni aumentó el ritmo; esperó, esperó siempre, madurando el triunfo del que se sentía seguro desde muchos meses antes a la concertación del match…"
"… A partir del sexto apareció el otro Peralta: el guapo. La caída desobedeció a la lógica. Agrandó su figura. Cuando el boxeador estaba "borrado" surgió el hombre, el campeón. El otro Peralta recibió dos manos vigorosas en el sexto y séptimo rounds. Fueron dos cross de izquierda que lo paralizaron. Que lo obligaron a neutralizaciones desesperadas. Que incluso volvieron a hacerle perder la estabilidad. ¿Caer otra vez? No. Peralta solo cae ante lo inevitable… Solo él pudo soportar el directo de derecha y ese nuevo cruce de izquierda del noveno capitulo. Solo él podría aguantar el castigo continuado de los dos últimos asaltos. ¿Caer otra vez?, nunca; por el contrario el minuto final de la décima vuelta en la que se impuso obligó a repetir el "¡Dale Goyo!" desde las populares…".
Tras el triunfo por la decisión unánime de los tres jueces, Ringo levantó los brazos y cuando Peralta lo fue a felicitar, el rostro se transformó en una mueca de incontenible llanto infantil.
Mientras la multitud dejaba lentamente el estadio y generaba los foros esquineros del debate infinito, Bonavena quedaba consagrado y Peralta sostenía su respetabilidad de guapo y caballero.