Las relaciones de género en las sociedades indígenas antes de la colonización eran diversas y variaban entre las distintas culturas. Sin embargo, con la invasión hispánica, se introdujeron nuevas normas que privilegiaban la figura masculina, blanca y autoritaria en todos los aspectos de la vida social, económica y política. La normativa colonial reforzó la autoridad masculina en el hogar y en la comunidad, despojando a las mujeres de su autonomía.
A pesar de estas restricciones, hubo mujeres indígenas en San Juan encontraron formas de resistir y negociar su posición en la sociedad colonial. En muchas comunidades, continuaron desempeñando roles esenciales en la economía familiar, participando activamente en actividades agrícolas y comerciales. Otras no solo aseguraron la subsistencia de sus familias, sino que también acumularon un cierto grado de poder e influencia en sus comunidades. Este papel les otorgó un espacio de agencia, donde podían tomar decisiones y ejercer un control limitado sobre sus actividades.
La resistencia se manifestó también en la preservación de tradiciones culturales y prácticas espirituales. Las mujeres indígenas se convirtieron en guardianas de sus lenguas, rituales y conocimientos ancestrales, a menudo actuando como mediadoras entre las tradiciones indígenas y las nuevas creencias católicas impuestas por los colonizadores. Este papel les permitió conservar aspectos de su identidad cultural y, al mismo tiempo, adaptarse a las nuevas realidades. Aunque la religión fue un instrumento de control, las mujeres encontraron en ella un espacio para la resistencia, utilizando la espiritualidad como una forma de afirmar su dignidad y autonomía.
En la época colonial de San Juan de la Frontera, las mujeres indígenas, incluidas las cacicas, jugaron un papel crucial en la reivindicación de sus derechos a través de las normativas legales impuestas por los colonizadores. A través de sus acciones, demostraron una notable capacidad de agencia y resistencia ante las injusticias que enfrentaban.
Ana Asaguate era viuda de Alonso, un indígena de la encomienda del capitán Miguel de Silva Verdugo, ubicada en Jáchal y administrada por Juan Jofré de la Barreda desde finales del siglo XVII. Según Catalina Michieli (2000) ambas con “su hija Juliana figuraban como mujeres integrantes de dicha encomienda, encabezada por el cacique Jacinto Chancay” (p. 11) en los documentos de la época.
Ana presentó una demanda contra Juan Jofré de la Barreda. Solicitaba permiso para trasladarse a la ciudad de San Juan con sus dos hijas, la nombrada más Juana, y su nieto menor, Pedro. En su solicitud, argumentaba que el cacique, al tener pocos vasallos, había abandonado el pueblo y se había mudado a la capital para asistir a su encomendero. Ella había quedado sola en Angaco. Además, justificaba su intención de mudarse por la lejanía del pueblo, que dificultaba la llegada del cura de la ciudad para cumplir con sus obligaciones ministeriales, lo que hacía que la asistencia religiosa fuera escasa.
La Real Audiencia ordenó al corregidor de Cuyo investigar la veracidad de su solicitud. Advertía que, si no se confirmaba, podría ser forzada a regresar y recibir un castigo físico. Durante el proceso judicial, Ana enfrentó testimonios despectivos y el maltrato de su declaración por parte del cura y vicario de San Juan, Andrés de Riveros y Figueroa, así como del teniente corregidor.
Las declaraciones del alcalde de San Juan, Ramón Godoy y Sisterna, incluyeron el testimonio de Pedro Antasi, un anciano de 80 años. Afirma conocer a Ana y su familia. Describe el pueblo de Angacao como deshabitado en ese momento. Afirma Carina Jofré (2013) que “El cura sigue sus declaraciones diciendo que Ana Asaguate miente al decir que por esos lugares nunca recibían la asistencia eclesiástica y que, aún más, ella y sus hijas nunca se habían visto por su Iglesia y que siempre andaban ocupadas en pleitos con sus administradores. Las declaraciones lapidarias del teniente corregidor de San Juan, Manuel de Tobar y Urquiza también cuestionan los dichos de Ana Asaguate y de los testigos indígenas que ella presentó en el interrogatorio sobre el despoblamiento indígena de Angacao. El corregidor pide que sólo se tengan en cuenta las declaraciones del sacerdote” (p. 144)
Es decir, el cura contradijo a Ana, sabiendo lo que implicaba el falso testimonio. La trató de mentirosa afirmando que el pueblo estaba habitado y que faltaba a la verdad sobre la falta de asistencia religiosa. El teniente corregidor, aliado en un pacto de fratría con el cura, cuestionó la credibilidad de Ana y sus testigos. Sugería que deberían ser castigados por falso testimonio. Política y religión, corona e iglesia, nuevamente firmaban un pacto patriarcal contra las mujeres en San Juan. Ana y sus hijas debían enfrentarse a las máximas autoridades católicas y civiles de la ciudad. A pesar de estos obstáculos, Ana perseveró en su lucha y logró que se aceptara su solicitud, obteniendo una sentencia favorable que le permitió ejercer un mayor control sobre su vida. Este caso destaca cómo los indígenas utilizaron el sistema judicial colonial como una herramienta de resistencia frente a su sujeción en las encomiendas, evidenciando los intereses en conflicto entre ellos y los colonizadores, quienes defendían el proyecto colonial en Angaco.
Otro caso destacado es el que también reconoce Valeria Martín (2012) sobre una indígena llamada Doña Juana. Es ella “quien se presenta ante el Lugarteniente de Corrección de Justicia Mayor y Gobernador de Armas Don Bernardo Arias y Molina para que se lleve a cabo las averiguaciones sobre los excesos cometidos por Pedro, mulato libre del servicio de Doña Elbira Ogas, hacia su hija Inés de tres años de edad” (Martín, 2012, p. 117). Este acto de denuncia no solo refleja la valentía de Juana, sino también el uso de las estructuras coloniales para proteger a sus hijos y reivindicar su rol como madre y defensora de su familia. También demuestra como la interseccionalidad de raza, clase y etnia se articula en un sistema colonial. Era una indígena, subalternizada por su etnia quien se enfrentaba a una blanca y al varón, que también oprimido racialmente por su condición afrocescendiente, gozaba de los privilegios de género al atacar a su hija.
Martin (2012) subraya que la documentación oficial de la época destaca la existencia de cacicas en la región. Con la nueva normativa colonial, estas mujeres lograron obtener títulos de cacicazgos, estableciendo así una línea de herencia matrilineal que ha perdurado en el tiempo. Un ejemplo de esta transmisión cultural se encuentra en un documento del siglo XVIII que menciona a Juan Sabedra, un bebé adoptado por Ana Sabedra, una partera indígena. Ana no solo lo acoge, sino que también le otorga su apellido, lo que simboliza la relevancia de la herencia y el papel activo de las mujeres en la formación de la identidad colectiva (Martín, 2012).
En la región de Cuyo, parece que las cacicas ejercieron sus derechos sin que el cacicazgo se transfiriera a sus esposos al casarse. Por ejemplo, Teresa Icaña, cacica del valle de Pismanta, vendió tierras heredadas de su padre al Capitán Lorenzo Jofre. Esto evidencia que las cacicas no eran meras figuras simbólicas, sino que actuaron como agentes activos dentro del sistema colonial, gestionando propiedades de manera legal.
En San Juan, la primera referencia a una cacica data de finales del siglo XVII, y se refiere a Victoria, hija del cacique Juan Sacagua, quien llegó al cacicazgo como la hija legítima y mayor. Otras cacicas, como Doña Constanza y Doña Clara, también están documentadas. Esto demuestra que el acceso al rango cacical no se limitaba a la ausencia de herederos masculinos, sino que se concedía a las hijas legítimas.
Resulta fundamental adoptar una postura crítica al considerar cómo la historia ha sido narrada y qué implicaciones tiene esta narrativa para nuestra comprensión del papel de las mujeres en la construcción de identidades colectivas. Aunque se destaca el papel activo de las cacicas, es crucial cuestionar la forma en que estas figuras han sido representadas en la historiografía. A menudo, la historia oficial tiende a glorificar a ciertos individuos, relegando a las mujeres a un segundo plano o presentándolas como excepciones en un sistema patriarcal que, en realidad, las oprimía. La mención de Ana Sabedra, aunque significativa, no debe hacernos perder de vista que su poder estaba limitado por las estructuras coloniales que, en última instancia, seguían favoreciendo a los hombres. La herencia matrilineal que se menciona, aunque valiosa, no elimina la opresión histórica que enfrentaban las mujeres en un contexto donde su autonomía estaba constantemente amenazada.
El caso de Teresa Icaña, quien vendió tierras heredadas, pone de relieve la capacidad de las cacicas para actuar como agentes en un sistema colonial, pero también plantea interrogantes sobre el alcance real de su poder. ¿Hasta qué punto podían estas mujeres ejercer su autonomía sin ser coaccionadas por las expectativas sociales y las limitaciones legales impuestas por un orden patriarcal? La historia de las cacicas, aunque notable, no debe ser idealizada sin un análisis crítico que reconozca las complejidades y contradicciones de su situación.
Además, la inclusión de figuras como Victoria, Doña Constanza y Doña Clara en el relato histórico debe ser vista con escepticismo. Si bien es cierto que tuvieron acceso a posiciones de poder, es importante preguntarse si este acceso se basaba en una verdadera igualdad o si era una concesión limitada que no desafiaba las estructuras de poder más amplias. La noción de que las hijas legítimas podían acceder al cacicazgo no necesariamente implica un avance en términos de equidad de género, sino que podría reflejar una adaptación del patriarcado para mantener el control sobre las dinámicas de poder.
Aunque el reconocimiento de las cacicas en la historia es un paso importante hacia la visibilización de las mujeres en contextos de poder, es esencial abordar estas narrativas con un enfoque crítico. Debemos cuestionar cómo estas historias han sido construidas, quiénes son los verdaderos beneficiarios de estas narrativas y cómo podemos asegurarnos de que las luchas de las mujeres no se conviertan en meros relatos de excepción, sino en un llamado a la acción para desafiar y transformar las estructuras patriarcales que persisten en la actualidad. Solo así podremos avanzar hacia una comprensión más completa y justa de la historia y el papel de las mujeres en ella.
En conclusión, los casos de Ana Asaguate, la India Juana y las cacicas en San Juan ilustran cómo las mujeres indígenas utilizaron la normativa colonial como herramienta de resistencia y reivindicación de derechos. Su capacidad para navegar y desafiar las estructuras patriarcales del sistema colonial revela un legado de agencia que ha perdurado a lo largo del tiempo.
Bibliografía
- Michieli, C. (2000).La disolución de la categoría indígena-social de “indio” en el siglo XVIII: El caso de San Juan (Región de Cuyo). Publicaciones n° 23 (Nueva serie). Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Museo, Universidad Nacional de San Juan, Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes.
- Martin, V. B. (2012). La mujer indígena y su desenvolvimiento al interior de la sociedad colonial de San Juan de la Frontera (fines del siglo XVII y principios del siglo XVIII). Revista Dos Puntas, 4(6).
- Jofré, C. (2013). Los pájaros nocturnos de la historia: Una arqueología indígena de las sociedades capayanas del norte de San Juan [Tesis doctoral inédita para el grado de Doctora en Ciencias Humanas]. Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Catamarca.