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Columna de opinión

Diego: una vuelta más

Una propuesta para sanar como Patria. Por Eduardo Camus.

Por Redacción Tiempo de San Juan

Puede sonar exagerado, incluso injusto, pedirle una vuelta más. Pero al casi único humano capaz de convertir lo imposible en cotidiano, ¿cómo no pedirle una ayuda más? ¿A quién, si no, vamos a convocar para encontrarnos, unirnos y sentir orgullo, otra vez, de ser argentinos?

Diego Armando Maradona fue —y es— extraordinario. El hijo de la Tota y Don Diego, el pibe de Villa Fiorito que convirtió su vida en una ofrenda a la felicidad del pueblo, nos regaló la certeza de que la magia no vive solo en los cuentos. Hoy se lo extraña. Hace falta. Más de una vez pensamos qué estaría diciendo ahora, qué estaría haciendo. Sin embargo, su presencia es tan intensa que sigue dándonos fuerza para sostener el sueño de una Patria de hermanos.

Su biografía no entra en tres tuits. La vamos narrando entre todos en una polifonía única que atraviesa generaciones.

Es, de algún modo, un gran Aleph argentino. Ese punto en el espacio que contiene todos los demás puntos del universo, permitiendo ver simultáneamente todo lo que existe en él, inventado por Jorge Luis Borges. Diego Maradona es un punto donde confluyen todas nuestras contradicciones, dolores, alegrías y esperanzas. Diego contiene algo de todos, y todos contenemos una parte de él.

Se lo ha contado en todos los idiomas. Millones de fotos, historias inverosímiles, libros, canciones, altares, murales, tatuajes: un universo inabarcable que habla no solo de un hombre sino de una vida más ancha que las que nos propone la Historia misma. Un mito encarnado, plebeyo y universal. Maradona es un símbolo que nos ayuda a ordenar el caos —el de la Argentina, el del mundo y el nuestro propio— con un sentido imperfecto, terrenal, profundamente humano.

Porque Diego no es como nosotros, pero sus acciones se parecen a las nuestras. Allí nace el culto popular. Como todo mito, tuvo picardía originaria, astucia natural, esa inteligencia aguda capaz de responder en un segundo con frases dignas de un poeta.

¿Cómo un tipo salido del barro —del que nunca se fue— pudo decir lo que dijo, donde lo dijo y a favor o en contra de quien lo dijo? ¿Será su sangre libertadora la que lo empujó siempre hacia las causas justas, sin medir consecuencias y pagando precios altísimos? La lengua maradoniana expresa una cosmovisión: incomodidad con las instituciones establecidas, rebeldía ante la opresión, justicia como impulso vital. Un soldado de la Patria en pantalones cortos.

Hoy, que sabemos que es descendiente de un sanjuanino que cruzó los Andes y ganó su libertad luchando junto a San Martín, podemos intuir algo de ese ADN guerrero. Es real: Guillermo Collado y un equipo de profesionales demostraron que Maradona desciende de Luis Maradona, esclavo y violinista sanjuanino que obtuvo su libertad combatiendo por la patria. Poético, increíble y verdadero.

De allí quizás provenga esa rabia plebeya, frontal, villera. Esa furia contra la injusticia estructural. Maradona pudo haber sido rey en un mundo de alfombras rojas, pero siguió siendo un tipo de Fiorito. Como millonario, un desclasado. Como ídolo, el que tenían quienes no tenían nada. Como enemigo del poder, un necio sin precio.

Para entender a Diego no hay que contar goles ni premios: hay que tener sensibilidad. Su vida no fue privada; fue un hombre público que parecía saber que la felicidad es imposible en soledad. Mientras los regidores del deseo repetían, y lo siguen haciendo hasta el hartazgo, que hay que tener más y más, él respondía desde un potrero con una sonrisa de oreja a oreja.

En él se cruzan civilización y barbarie. Amado y odiado. Para muchos un héroe, para otros un escándalo. Para algunos, incluso, motivo de asco: el rechazo típico a lo que no encaja en el orden establecido.

Por eso propongo algo: salgamos un rato de esa grieta, dejemos de juzgarlo y pensemos en Diego como un posible interlocutor común, un traductor capaz de permitirnos una conversación más sincera sobre lo que somos.

“Siempre nos dijeron que las puertas estaban abiertas, pero nunca nos dieron las llaves”, dijo.

Diego se metía por los intersticios del gol en los espacios que le estaban vedados. Tal vez sea la llave que nos falta.

Busquemos en su humanismo burlón, en ese amor que nos despierta, algunas pistas para pensar el presente. Allí, en ese humanismo del barro, imperfecto y contradictorio, hay respuestas.

Diego desbordó vida. Nunca especuló. Nunca se guardó nada. Era capaz de hacer 80.000 kilómetros en vuelos comerciales para jugar 15 partidos en cinco días solo por vestir la celeste y blanca. Un exceso de vida, un exceso de argentinidad.

Tampoco quiso ser un hombre con poder: sabía que eso le traería más límites, controles y jaulas. Prefirió la libertad. Por eso su humanidad encendida nos ayuda a dejar de juzgarlo todo. “Antes que juez, barrendero”. Con él aprendemos a aceptar lo frágil, lo contradictorio, lo que también daña.

La única forma de construir comunidad es encontrarnos rotos, necesitados del otro. Lo común es un regalo. Y Diego es un punto de encuentro. Su presencia y su memoria emotiva crecen a pesar de los intentos por quitárnoslo, por descartar tal vez al último héroe de carne y hueso que nos queda. Diego es el mito fundacional de nuestra Argentina contemporánea.

No permitamos que nos lo arrebaten. Hagamos de Diego nuestro refugio. Seamos como él con nuestros compañeros, con nuestros vecinos seamos solidarios, hagamos de la generosidad una política de vida. Rompamos el cerco de la soledad, con un acto de amor y de compromiso con el bien, independientemente de sus consecuencias. Vivamos, sabiendo que la vida es un juego donde se compite, se combate y lucha siempre con alegría.

Porque si algo nos enseña Maradona es que, incluso ante la peor amenaza, la Argentina sigue siendo digna.

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