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El relato que cambiará todo lo que conocés del terremoto del '44

Tiempo de San Juan te revela por primera vez en la provincia el crudo testimonio de un soldado que vio de todo en los 10 primeros días de la tragedia que marcó a los sanjuaninos.

Por Miriam Walter

“Increíblemente sus emociones hablaron por sí mismas; predominan la angustia, el dolor, la tristeza pues no cabía en su cabeza vivir una experiencia así, con características sin precedentes, que indiscutiblemente marcarían su vida. Dos años después de la tragedia, se llenó de coraje y se animó a sentarse a escribir…” Así empieza Javier Gastón Reino su relato del relato. Como responsable del Archivo General de la Provincia nunca pensó que se iba a topar con un documento inédito, que estuvo guardado por más de 70 años, al que inmediatamente le vio el valor histórico y lo llevó a publicarlo en la revista Legado del Archivo General de la Nación (AGN). Ese tesoro son los escritos de Félix Osan, quien en el año 1946 tipeó pulcramente en una máquina de escribir sus memorias como rescatista en el terremoto de San Juan. Nunca hasta hoy se había publicado ese testimonio en la provincia.

Osán, oriundo de Jujuy, era conscripto y se encontraba en Mendoza cuando lo mandaron a San Juan a auxiliar a las víctimas, llegando a las pocas horas de ocurrido el terremoto, del que en este 2019 se cumplen 75 años. Fueron 10 días en San Juan que le dejaron cicatrices para siempre. Y su relato se convirtió en un testimonio tremendo, con una pluma casi literaria, con la que describió con detalles por momentos crudos, por momentos desesperantes, lo que vivió como testigo privilegiado de una catástrofe desde la madrugada del fatídico 15 de enero. María Elena, la hija de Osán, ya fallecido, le comentó que tenía ese material guardado a la profesora sanjuanina Susana Tello y ella, colaboradora del Archivo Provincial, se lo mostró a Reina, quien terminó descubriendo una joya y transcribiendo los invalorables contenidos a formato digital.  

Conmueve leer cómo Osán cuenta sus primeros momentos de angustia y asombro al entrar a la ciudad devastada y ver muertos por todos lados. Dejó detalles de su tarea de sacar cadáveres de entre los escombros, entre ellos un señor de gran porte con zapatos colorados y un niño que había perecido debajo de un tirante; junto al dolor de los familiares buscando a sus seres queridos y el llanto de encontrarlos bajo la tierra. Aquí traducimos, acompañando con impresionantes fotos del AGN algunos párrafos del relato de puño y letra de Osán.

-Un nudo de angustia, de dolor, de pena, lástima, desesperación o de cuantos otros sentimientos imaginables, es el que se formó en mi garganta al presenciar, al entrar por una avenida bordeada de cadáveres, heridos y llantos en la noble y sufrida cuidad de San Juan, y en aquel triste amanecer, lo mismo yo, que todos, soltamos lágrimas ante la contemplación de aquella tragedia sin igual en la historia del país.
-En la plaza había cientos de heridos y moribundos tirados en el césped, otros en rústicos campamentos hechos con mantas y colchas salvadas del desastre. Pero en cada esquina de la plaza había pilas de cadáveres y personas tratando de reconocer a algún familiar en ella.
-Nos pusimos de lleno a forcejear para levantar el tirante que aprisionaba al pibe, logrando lo cual lo sacamos a la vereda, donde lo arreglamos, es decir le estiramos las pierna y brazos para que no quedara sentado y se presentara parado ante San Pedro de pie. Aquel viejo y este muchacho constituyeron a mi bautismo de sangre, sí, de sangre, pues quedé todo manchado en sangre: poco a poco se me iba pasando la repulsión y el asco.
- En esas inmediaciones habían negocios de tiendas y ferreterías, en la primera, había zapatos hermosos tirados en la vereda, trajes, cortes de género, etc., que francamente daba pena verlos así. De la ferretería ni siquiera las estanterías estaban en pie: ollas, jarra, tazas, pocillos, platos, viandas y miles de cosas más estaban tiradas en lo que en su época sería la vereda, en esos momentos, un montón de escombros. Continuamos nosotros removiendo escombros. En eso, un grito desgarrador, nos sobresaltó, era una pobre señora que estaba buscando a su hija, la encontró tapada en una cretona, estaba muerta, le había caído quien sabe cuándo, un pedazo de cornisa en la cabeza, justamente para matarla: “Pobre mi hija, Dios mío, porque hiciste eso, era lo único que tenía en el mundo”, y así continuó esa pobre madre con sus gritos de penas.
-Al pasar por un sanatorio vi gente que se moría, clamando que los atiendan, que los curen, o que los maten, para abreviar su sufrimiento. Heridos graves vi tirados en el suelo y patio exterior del sanatorio que se desangraban, sin vendas ni colchón. No se podía pasar por la calle ni vereda, pues los heridos estaban ocupando todo el espacio. Los pocos y escasos médicos atendían diligentemente a los que podían; no eran suficientes, hacían falta miles de médicos, la gente se le moría por falta de atención, los menos graves tenían que ceder el colchón a los más heridos, gente había que por misericordia pedía [que los] curasen;
-La ciudad estaba bajo gobierno militar, ejercía la comandancia el coronel Humberto Sosa Molina, ahora General, la Ley Marcial estaba implantada. La ciudad estaba completamente a oscuras, ni una sola luz dándole un aspecto tristísimo, solo se podía distinguir ruinas y desolación. Ningún ruido turbaba la calma o tranquilidad de la ciudad fallecida, pues no era otra cosa.
-En nuestra recorrida encontramos cadáveres, a los cuales ya estaban en estado de descomposición [y] había que quemarlos allí nomás, para lo cual había que ocupar, restos de puertas y ventanas, los rociábamos con nafta les prendíamos fuego. El primer cadáver que encontramos y quemamos, me impresionó un poco, más que todo por la tranquilidad de la noche que por la escena en sí. Se sentía el chisporrotear de los leños y el ruido característico con el olor correspondiente y el olor característico a la carne humana asada.
-Empezamos la labor de ese nuevo día lunes 17 de enero organizando las columnas de personas para el reparto de víveres. Se les proveía de carne, azúcar, sal y pan. Además se les daba en las cocinas ambulantes, mate cocido y a las doce se las daba la comida de tropas. Aun de esa manera, se veía la cara de hambre y de sufrimiento; no era para menos. La gente vivía en carpas y dormía en el suelo, sujetas a las inclemencias del tiempo. En algunas puertas que quedaban en pie o en las paredes que se mantenían paradas, leía leyendas como estas, escritas por sus moradores “Felizmente, todos bien, estamos en la casa del tío”. “Papa murió, nosotros estamos en el Parque de Mayo”, y así por donde quiera que anduviéramos, escritos con carbón o tiza. Como para demostrar que era testigo de la catástrofe, Dios.
-En el distrito militar se efectuaba la tarde del terremoto una fiesta, homenajeando a los soldados que se iban de baja, lo hacían en un patio cerrado, llegó el terremoto y creo que apenas 2 personas nada más se salvaron, el resto se quedó bajo ruinas; de ese lugar sacamos 2 soldados muertos y destrozados. Tuvimos además que sacar de allí todos los papeles y archivos del mismo. Un mayor del Ejército estaba allí controlando. Había perdido a su madre. En una casa de la cercanía nos dijeron que había quedado sepultada una señora: luego de arduas tareas dimos con la pobre mujer, estaba debajo de tres metros de escombros. Recuerdo que al sacarla, yo le tomaba de las manos, su cabeza contra el suelo, y el ruido que producía era el de una pelota de trapo.
-Esa noche del miércoles 19 salí nuevamente de rondín, llegué hasta la plaza 25 de Mayo, en momento que se producía una fuerte sacudida. La gente que dormía se levantó sobresaltada, las madres abrazaban a sus hijos y estas gritaban: “¡Mamita, Mamita, agárrame que está temblando!”. Era que el miedo se había apoderado de sus mentes y adueñado de su coraje. Para colmo después de la sacudida comenzó a llover fuertemente empapando a la gente que se hallaba en la plaza sin resguardo.
-Luego de buscar cadáveres por todos lados sin encontrarlos, llegamos hasta la iglesia de Concepción, donde según todos, había muchísimos cadáveres sepultados bajo los escombros. Entramos en lo que su época fuera una Iglesia, y de entrada nomás hallamos un muchachito de unos 14 años que estaba horriblemente destrozado, lo sacamos hasta el claro y lo quemamos. Pero el principal objetivo nuestro era rescatar el cuerpo de unos curas y unas novias que habían quedado sepultados allí, pues se realizaba un casamiento doble cuando se produjo el terremoto, quedando sepultadas más de 200 personas. Esta era una iglesia antigua, esas de paredes anchas, toda la construcción de adobe, luego del terremoto digo, no quedó con absoluta fidelidad a la verdad ni una sola pared en pie, de manera que se podía precisar la enorme cantidad de víctimas que en ella había.
-Entramos más hacia adentro pisando los cajones y entre los muertos y llegamos hasta una explanada donde lo menos que habrían serían mil muertos, en un estado tal que no los puedo describir. Eran todos aquellos que nosotros creíamos quemarlos, y que en realidad, apenas si los asábamos y que luego los tiraban así nomás los camiones recolectores en esa parte del cementerio. Los que vieron, eso que se llama atrocidad de los nazis con sus prisioneros deben de saber que eso quedaba chiquito con el espectáculo de más de dos mil muertos tirados por todas partes, chamuscados y asados, con parte de los componentes del cuerpo humano.
-Después de más de una hora de trabajo intenso, logramos hacer una inmensa pila, a lo que tapamos completamente con leños o rollizos del ferrocarril, y rociamos todo nuevamente con petróleo. Al prender fuego a eso, se elevó una inmensa llamarada negra, espesa y profundamente nauseabunda. Los gusanos volaban y se asentaban encima de nuestra ropa, eran de un color grisáceo, pequeños, pero repugnantes.
-A un muerto tuve que enterrarlo y desenterrarlo más de tres veces, se trataba de un farmacéutico de apellido Valentino; recuerdo su nombre porque al final, cuando lo enterramos por última vez, yo le puse el nombre en la cruz de su tumba. Este es un caso interesante. Estaba este señor en el mostrador de su farmacia la noche del terremoto; cuando sintió a este rápidamente salió a la calle para salvarse, pero apenas traspuso la puerta, le cayó un pedazo de cornisa justamente en la cabeza, lo necesariamente certero para matarlo. En la farmacia y estantería se cayó solo un frasco. No hay caso, es el destino.

Podés ver el relato completo de Osán, publicado por Javier Gastón Reino en la Revista Legado del Archivo General de la Nación, a continuación:

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