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Historias

Ezequiel, el guerrero sanjuanino que encontró en la danza su lugar en el mundo

A los pocos días de nacer, los médicos le dijeron a su mamá que probablemente nunca caminaría. Hoy, con 14 años, Ezequiel Vega no solo camina: baila tango, sueña con aprender nuevas danzas y emociona a todos en el Instituto de Danza Rocío, en San Juan. Tiene retraso madurativo, diagnóstico de autismo y una fuerza que lo convierte en ejemplo de superación.

Por Cecilia Corradetti

Ezequiel Vega tiene 14 años, vive en Rawson, San Juan, y baila con el alma. En el salón del Instituto de Danzas Rocío, donde suenan tangos, chacareras y malambos, él se transforma. En ese espacio de música y movimiento, encontró algo que ninguna terapia, medicamento ni diagnóstico había podido darle: la certeza de pertenecer. “Es el único lugar donde entra solo, sin miedo, con una sonrisa. Es su lugar en el mundo”, dice su mamá, Cintia Villalobos Páez.

Ezequiel nació con un diagnóstico difícil: retraso madurativo, motriz y mental leve, sumado a un cuadro de autismo. Los médicos fueron tajantes: “Probablemente no camine. Quizás nunca se siente. Tiene problemas de crecimiento. Es probable que su vida no se extienda mucho más allá de los ocho años”. Cintia recuerda ese momento como un golpe seco, brutal. “Nos cortaron las piernas”, resume. Y sin embargo, junto a su esposo Jorge, decidieron no rendirse.

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“Empezamos con neurólogos, pediatras, nos fuimos a Mendoza, después a Córdoba… Ezequiel no caminaba, no hablaba, no podía sostener la cabeza. Cada paso que daba, por pequeño que fuera, era un milagro para nosotros”, relata. A los tres años, después de tratamientos y terapias intensivas, Ezequiel dio sus primeros pasos. Contra todo pronóstico.

Durante años, su infancia estuvo marcada por los viajes, los turnos médicos, las terapias, los vómitos por estrés, los llantos incontrolables, las crisis. “Era un niño que no podíamos llevar a la plaza. No toleraba los ruidos, los cambios, las multitudes. Ni siquiera podía cambiar de silla en la escuela. Tenía que ser su silla, su lugar”.

Las experiencias con el deporte no resultaron mejor. “Intentamos con fútbol cuando tenía 7 u 8 años porque le gustaba mucho. Pero cuando empezaron los partidos, lloraba. No le gustaba competir. Probamos más adelante y fue igual. Lloraba, vomitaba del susto”, recuerda su mamá.

La vida de Ezequiel cambió cuando su deseo fue más fuerte que sus miedos. “Él quería bailar malambo. Yo fui al Instituto Rocío a preguntar si podía empezar folclore. La profe Flavia Zalazar me dijo que sí, que probáramos. Y desde ese día nunca más dejó de ir”, cuenta Cintia.

Lo que sucedió ahí fue inesperado. En un lugar nuevo, con profesoras nuevas, sin su mamá al lado, Ezequiel entró solo. No hubo llanto, ni rechazo, ni crisis. “Ese primer día no lo podíamos creer. Era el único lugar donde no hacía escándalos. Donde se adaptaba. Donde sonreía”, dice Cintia. “Cuando lo llevaron al teatro, yo estaba temblando afuera. Pero él subió al escenario, bailó, se cambió solo. Desde ese día me pide: ‘Mamá, decile a la profe que yo sí, yo sí puedo’”.

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En el Instituto de Danzas Rocío lo abrazaron como nunca antes. Lo integraron, lo animaron, lo escucharon. “Las profesoras lo conocen, lo cuidan, lo valoran. Los compañeros lo quieren. Es un niño que no se deja abrazar, pero ahí deja que le den la mano, que lo acompañen. Eso no pasa en ningún otro lado. Solo ahí. Por eso digo que es su lugar”, insiste su mamá.

Cintia es ama de casa. Jorge, su esposo, es minero y hoy está desempleado. Nicole, su hija menor, está en tercer grado y fue, sin saberlo, una terapeuta clave para Ezequiel. “Cuando me embaracé de Nicolita fue con mucho miedo porque mi embarazo con él fue de altísimo riesgo. Pero ella nació sana, y fue la luz de sus ojos. Desde que empezó a caminar, Ezequiel se transformó. Era todo para ella. Gracias a Nicole, él pudo empezar a salir más, a adaptarse, a probar otra vez. Fue su mejor medicina”.

En La Rioja, donde vivían por trabajo, intentaron integrarlo al sistema escolar, pero les ofrecían solo sala especial. “Yo no quería eso. En ese pueblo no se trabajaba con inclusión. Lloraba, vomitaba, no se adaptaba. Por eso decidimos volver a San Juan, donde había más opciones”. Aun así, conseguir vacante y terapias no fue fácil. Y este año, al quedarse sin obra social, Ezequiel no pudo asistir a la escuela. “Intentamos anotarlo en varias, pero llegamos tarde o no nos aceptaban. Mientras tanto, lo único que no le sacamos es el baile”.

La música es su refugio. Bailar lo ordena, lo emociona, lo fortalece. Y ahora quiere más: “Quiere aprender a tocar el bombo. Y me pidió guitarra. Así que vamos por eso también”, dice Cintia.

El camino recorrido fue largo y difícil. “Hemos pasado por todo: convulsiones, internaciones, diagnósticos que asustaban, médicos que nos decían que no llegaría a nada. Pero yo nunca me rendí. Hice todo lo que estuvo a mi alcance. Me faltó un solo estudio genético, que en ese momento costaba 100 mil pesos y no lo pudimos pagar. Pero el último médico me dijo: ‘Más que un diagnóstico, él necesita contención, terapias y tu tranquilidad’. Y eso hice. Lo seguimos apoyando. Porque sé que puede seguir aprendiendo”.

Cintia repite una y otra vez su agradecimiento a las profesoras Flavia y Fernanda Zalazar y a todo el equipo del Instituto Rocío. “Les debo todo. Encontraron la manera de llegarle, de acompañarlo. De darle su lugar. Lo que no logramos en años, ellos lo lograron con amor y paciencia”.

Hoy Ezequiel no escribe fluidamente. Puede copiar algunas palabras como “mamá” y “papá”, pero su memoria visual es excelente. Está encorvadito, así que también trabajan con él la postura en danza. Y aunque no tiene un título ni un certificado, tiene algo más importante: autoestima, alegría, y el orgullo de haber superado lo que parecía imposible.

“Cada vez que lo veo bailar, lloro”, confiesa Cintia. “Lloro porque me acuerdo de todo lo que nos costó. Porque los médicos me dijeron que no iba a caminar. Porque nadie creía en él. Porque ahora lo veo en el escenario, feliz, aplaudido, acompañado. Y porque sé que mi hijo puede”.

Su pedido final es simple y contundente: “Lo único que necesitamos es más posibilidades para nuestros hijos. Que sea más fácil anotarlos en escuelas, en terapias, en institutos. Que haya más lugares como el Instituto Rocío, con amor y paciencia. Porque cuando encuentran su lugar, como lo encontró Ezequiel, todo cambia. Y no hay diagnóstico que les pueda quitar la luz”.

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