Confitería sanjuanina. Lo tenía delante de mí, estaba sentado en la otra mesa. Un tipo de más de 60 tratando de que no se le noten. Sin embargo, sus canas asomaban furiosas, contundentes debajo del look arratonado de un pelo que conoce el justformen.
Me tiño desde los dieciocho años, hicimos un pacto con las canas: ellas aparecen, las saludo, bendigo y, paso siguiente, voy al peluquero a que las pinte (Atención, dato no menor: he cambiado de marido y no de peluquero). No es negación. Es tintura. Porque entre las mujeres, el tema del color está asumidísimo. No así entre los varones. He escuchado bromas que se hacen los hombres refiriéndose al teñido al que denominan: biaba. Como tengo más de la mitad de mis cuarenta y siete sentándome cada cuarenta días en el sillón coiffeur-confesionario, detecto al varón teñido a metros de distancia.
Hay trabajos excelentes, prolijos. Son los fieles a la Koleston 366 Cataño violeta oscuro. Parece ser un grupo supersecreto, el de los LP: Logia Pelito. Supongo que se pasarán el celu del peluquero que lo hace, quien les guarda un turno tipo doce de la noche, tres de la mañana porque uno (al menos yo) no se los encuentra con el ungüento en la cabeza esperando a que la tintura haga su pase mágico. Están aquellos que comparten el ritual con su mujer, ya tienen aceitada la logística y una tarde de sábado con guantes, agua oxigenada y pincel, pintan el mejor cuadro en sus cabezas. Hay otro grupo: el que usa champú color. No lo conozco personalmente pero estoy casi segura que el periodista Antonio Lage de A24 es el fiel ejemplo. El método debe ser tan práctico como efímero. Y esa alegría brasilera se va yendo con el lavado, evidenciando día tras día la blanca realidad.
Verán que no me refiero al teñido de los pibes jóvenes que prueban con el lila y el rosa a modo de pancarta rebelde. O de los metrosexuales treintones y cuarentones que sin ningún tupé exhiben sus mechas (ex reflejos). Sino al nicho de hombres a los que las canas, les joden. A ellos va esta proclama: Los entiendo, muchachos, juro que los entiendo. Pero en la misma línea ideológica debo confesarlo (Confiésate, Ale) me encantan los tipos con canas, pelados y barba. Por eso me procuré uno así. Pelado solo, no. Canoso solo, tampoco. Ojo, no me refiero a la barba hipster, sino a la rala de 21 días.
Cierro los ojos y me imagino a George Cloony teñido. ¿Ah? ¡Nuuuuu! O foto de Sean Connery interpretando a James Bond en Dr. No con un quincho entretejido y color negro parejo. ¿Ah? ¡Nuuuu! Now, Sean Connery, now con 85 años, pelado, canoso y barba rala. Y su modo tan varonil de llevar la pollera escocesa. Oh, my god!
Partido de vóley en el Aldo Cantoni, árbitro joven con un jopo que le salía desde la nuca. Promediando el segundo set, descubro que debajo del profuso jopo, estaba ella. ¿Quién? La pelada. (Y no me refiero a la muerte) Esos casos, a mi humilde entender, son para un tratamiento. Pero si ya tenés más de 50… En fin, no quiero perjudicar el negocio de recuperación capilar, ni quitarle la idea a aquellos a los que no les gusta verse calvos. Sin duda alguna, el vínculo que tenemos con nuestro pelo habla mucho más de nosotros de lo que creemos.
Volvamos a la confitería. El hombre con el pelo arratonado miraba constantemente el reloj, revisaba su celular, observaba la calle. A punto de irme, llegó una mujer joven que, ansiosa, se sentaba. Ahí comprendí. A veces el amor se tiñe de colores.
Alejandra Araya