"Mientras yo lo lloraba, otros niños vivían": a un año de la donación de órganos en San Juan que transformó el dolor en esperanza
Ulises había pasado cuatro de sus seis años postrado en una cama, tras un accidente doméstico que le provocó un severo daño neurológico. Estaba sufriendo y su mamá, después de un suspiro de su hijo que llegó como "respuesta", lo dejó partir. Una decisión difícil que convirtió el dolor en vida y que salvó a otros siete pequeños que esperaban un donante. "Fue el acto de amor más grande", confiesa la mamá.
Jesica se sienta en el comedor de su casa del Barrio Valle Grande. Detrás de ella, los dibujos de su hijo siguen colgados en un enorme cuadro de madera. Son pequeños recuerdos de Ulises, fragmentos de una infancia breve que ella eligió dejar en la entrada del comedor, como para tenerlo siempre presente, siempre cerca. Se toma las manos con fuerza, entrelaza sus dedos y respira hondo. Las lágrimas están al caer, pero evita derrumbarse. Sus hijos están a su alrededor: algunos sentados, atentos a cada palabra; otros van y vienen, pero nadie se despega demasiado. Y ella, aunque el dolor sigue ahí, en lo profundo de su alma, no pude -y no quiere- mostrarse frágil.
Pasó un año desde el día en que tomó la decisión más difícil de su vida: dejar ir a Ulises y donar sus órganos. Un año desde ese adiós que no se supera, pero se aprende, quizás, a aceptar. Jesica sabe que nada vuelve a ser igual después de perder un hijo. “El dolor no se va nunca, solo aprendés a convivir con él”, dice. Aun así, su historia es también la de una mamá que eligió transformar el sufrimiento en algo que pudiera salvar a otros.
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Ulises tenía apenas dos años cuando sufrió un accidente doméstico. El 4 de enero, en la pileta del fondo de su casa, se ahogó y estuvo varios minutos sin oxígeno. Eso le provocó un daño neurológico muy grave. Estuvo más de nueve meses internado en el hospital Rawson y luego volvió a su casa con internación domiciliaria. Desde entonces, su vida y la de toda la familia cambió para siempre. Ulises no volvió a hablar, no podía moverse, no veía y necesitaba de máquinas para respirar y alimentarse. Pasó cuatro de sus seis años postrado en una cama.
Jesica recuerda que los médicos siempre fueron claros con ella. “Me decían que iba a haber momentos en los que parecía que estaba mejor, que abría los ojitos o movía las manos, pero que no me aferrara a eso. Que con el tiempo todo se iba a ir deteriorando”, cuenta. Como mamá, confiesa, la esperanza nunca se pierde del todo. “Una siempre espera un milagro. Yo veía esas pequeñas reacciones y pensaba que podía mejorar. Pero también sabía que no era justo para él”.
El último año fue el más duro. Ulises estuvo internado varias veces y, en diciembre del 2024, su estado empeoró. “Yo nunca lo había visto sufrir así. Lloraba cuando lo tocaban, lloraba cuando lo cambiaban. Hasta un cambio de pañal era doloroso. Estaba cansado”, recuerda. Fue ahí cuando entendió que ya no podía pensar en su propio deseo de tenerlo con vida, sino en el bienestar de su hijo. “Yo sabía cuál era la respuesta, pero aceptarla fue lo más difícil”, confiesa.
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Un día se sentó junto a él y le habló bajito. “Le dije: `papito, decile a la mamita si ya no querés más`. Él no podía hablar, pero suspiró fuerte, sonaron las alarmas y se le cayeron las lágrimas. Para mí fue una respuesta clara. Sentí que me estaba diciendo que ya estaba cansado”, cuenta. En ese momento, Jesica entendió que amar también era soltar: “Lo último que podía hacer por mi hijo era dejarlo ir en paz”.
Pidió solo que Ulises festeje antes su cumpleaños. El 17 de diciembre, internado en el hospital Rawson, cumplió seis. Su familia lo vistió, decoró la habitación y le festejó el cumpleaños. Todos sabían, en el fondo, que iba a ser el último. Días después la mamá tomó la decisión de donar sus órganos. Al principio no fue sencillo: por el tiempo que Ulises llevaba en ese estado, había dudas sobre si podía ser donante. “Yo peleé hasta el final. Les dije que era una decisión tomada por él”. Finalmente, los estudios confirmaron que varios de sus órganos estaban en condiciones de ser donados.
Jesica había visto durante años a otros niños morir esperando un trasplante. “En el hospital ves mucho dolor. Ves familias que esperan un órgano y no llega. Yo pensé que, si mi hijo se iba, por lo menos podía ayudar a otros chicos a vivir”, dice. El 23 de diciembre, un día antes de Navidad, Ulises fue llevado al quirófano. Médicos, enfermeros y psicólogos lo acompañaron en silencio, formando un pasillo que se convirtió en un pequeño homenaje para él. “Para mí, mi hijo fue un héroe”, dice.
Ese día, Ulises salvó siete vidas. Sus órganos viajaron a distintos puntos del país y permitieron que otros niños tuvieran una nueva oportunidad. Jesica no conoce a las familias receptoras, ni sabe sus nombres. “No necesito saber quiénes son. Solo quiero que sean personas de bien y que valoren lo que recibieron. Mientras yo lo lloraba, otros niños estaban viviendo”.
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Hoy, a un año de aquel día, el dolor sigue presente para ella y los suyos. Una de sus hijas atravesó una fuerte depresión y todavía sigue en tratamiento. “Era la más pegada a él. Cuando cumplió 15 años me dijo que no quería fiesta, que no estaba su hermano. Eso fue muy duro”. A pesar de todo, Jesica, quien hoy se la rebusca para mantener a sus cinco hijos como empleada de boliches, sigue adelante. “No soy una mamá fuerte todo el tiempo. Muchas veces lloro cuando estoy sola. Pero cuando tenés hijos, sabés que no podés caerte del todo”.
Mientras tanto, los dibujos de Ulises siguen en la pared. Nadie los va a sacar, porque Ulises sigue presente en cada recuerdo, en cada historia que se cuenta sobre él y en cada corazón que hoy late gracias a su decisión. Para Jesica, no hay dudas de eso: “Dejarlo ir fue el acto de amor más grande que pude hacer por mi hijo”.