La noche del jueves 23 de enero de 1986, un ómnibus que transportaba a efectivos de la Banda de Música del RIM 22 y un grupo de civiles, se precipitó a un profundo barranco en el camino de cornisa del portezuelo El Tambolar, en el tramo Calingasta-San Juan en el tramo de la desaparecida Ruta Provincial 12, donde actualmente está el dique Caracoles. El ómnibus perteneciente a la Empresa T.A.C. y sus integrantes, se dirigían de regreso a la ciudad Capital, luego de una jornada de festejos en la localidad de Villa Nueva ubicada en el norte de Calingasta. El motivo: un año más de la fundación de ese departamento de frontera. Fundada el 17 de diciembre de 1869, en ese momento, Calingasta cumplía 117 años.
El accidente
Durante esos días de fiesta, la Banda había animado dos conciertos populares en la Escuela Albergue Álvarez Condarco de Villa Nueva del departamento. Alrededor de las 19 hs del día jueves 23 de enero, el ómnibus de la Empresa T.A.C. emprendió el regreso hacia la ciudad Capital llevando a un grupo de pasajeros extras que se habían sumado al viaje, una práctica común en los lugares alejados de la Provincia. Entre los nuevos pasajeros, había un grupo de niños y jóvenes de Capital y de Marquesado, además del maestro de la escuela don Hipólito Espín.
El viaje era tranquilo y sin mayores sobresaltos. Nada hacía suponer lo que estaba por pasar, y nadie creía que la jornada vivida terminaría en una tragedia. Alrededor las 22.40 hs, el colectivo empezó a descender la cuesta de El Tambolar en dirección a la capital sanjuanina. Las crónicas relatan que cuando faltaban algunos kilómetros para llegar al sinuoso camino de cornisa, el vehículo se enfrentó a una curva muy cerrada, se salió de la ruta y tras derribar parte de una defensa se precipitó al vacío, para chocar violentamente con la saliente de un cerro y luego encajarse en una estrecha garganta.
Al parecer, el ómnibus se habría quedado sin frenos inmediatamente después de atravesar el portezuelo de El Tambolar, ubicado a 1.350 mts sobre el nivel del mar. Fue justo en ese tramo cuando el ómnibus habría iniciado una alocada carrera por el serpenteante camino de cornisa, obligándolo al conductor a maniobrar la caja de cambios para poder aminorar la velocidad y así pasar rozando la ladera del cerro. A la altura del km 74 y luego de enfrentar esa curva, el vehículo salió de la ruta, previa envestida contra el guarda raíl y se precipitó al vacío en medio de la oscuridad de la noche.
Pasados los primeros momentos de la caída, dos integrantes de la Banda salieron a la ruta por sus propios medios y se dirigieron hacia la Isla del Sauce, en el kilómetro 75, donde fueron encontrados por automovilistas que se dirigían a Calingasta. Luego, se dirigieron al puesto de policía de Pachaco que se encontraba a pocos kilómetros del accidente. Las crónicas mencionan a un empleado de la Municipalidad de Calingasta, el señor Carlos Rojo, quien los encontró en esa Isla, ensangrentados y sedientos. A partir de allí, empezaría una carrera de rescate que duró hasta el amanecer del día siguiente.
El rescate
Dado que el accidente ocurrió en la parte más escarpada del precipicio que bordea el desaparecido camino de cornisa, el rescate demandó realizar una tarea titánica que duró más de diez horas, sobre todo cuando se empezaron a subir a los heridos desde una altura de aproximadamente 100 metros.
Cercana la medianoche, se iniciaba el operativo rescate. Ambulancias de los Hospitales Rawson y Calingasta, una autobomba y patrulleros policiales, además de Gendarmería Nacional (apostada en Barreal), se dirigieron hasta El Tambolar. Recién durante las primeras horas del viernes, los grupos de rescate tomaban contacto con las personas que se encontraban en el destrozado ómnibus. En medio de gritos de dolor que salían del interior del vehículo y los haces de luces que proyectaban algunas pantallas reflectoras, se podía vislumbrar la magnitud del accidente. Esto obligó a que la ambulancias tuvieran que recorrer, varias veces, durante toda la noche, el trayecto hasta la capital sanjuanina buscando la sala de urgencias del Hospital Rawson, donde se habían preparado equipos médicos y de enfermería que voluntariamente se presentaban para reforzar las guardias.
La unidad de bombero detenido a orillas del precipicio, iluminó el barranco con pantallas reflectoras, que desde el comienzo resultaron insuficientes. De inmediato se tendieron cuerdas por las que fueron descendiendo paulatinamente efectivos de bomberos, del ejército, policía y algunos voluntarios. Pocos minutos después, se sumaron médicos procedentes del Hospital Rawson y de Calingasta. Los primeros indicios de la dimensión del accidente, fueron transmitidos por los grupos de auxilios que se comunicaban desde el fondo del precipicio a través de trasmisores, voces que se mezclaban con los pedidos de socorro y los gritos de dolor de los heridos. Estos grupos de trabajo eran apoyados, desde la ruta, mediante los reflectores, que por sus haces de luz, se podía saber el cuadro desgarrador que se vivía.
Los médicos solicitaban los envíos de recursos que, mediante cuerdas, comenzaban a bajar: botiquín y agua era lo que más pedían. Y llegó la tarea de subir a los heridos hacia la ruta. Los rescatistas, trepaban la escarpada pendiente de más de 45 grados con personas en sus espaldas, mientras que arriba, otro grupo de heridos eran atendidos por médicos y voluntarios en una ambulancia que hacía las veces de puesto de socorro móvil. En el fondo del barranco, también se realizaban curaciones y aplicación de calmantes. Pero, cargar los heridos sobre las espaldas, que empezó siendo una salida de urgencia, terminó siendo muy arriesgado, ya que rescatista y rescatado corrían el peligro de precipitarse juntamente dejando cada intento de salvataje en foja cero. Esto puso a los socorristas en un dilema: cómo subir a los heridos desde el fondo del barranco, por cuanto su estado no permitía cargarlos sobre sus espaldas.
Maniobra histórica
Fue entonces cuando el clásico rugir del Ranger Bell al mando del Director de Aeronáutica de la Provincia, sonó, y con él, surgió la esperanza de creer que los milagros existen. El helicóptero comenzó a sobrevolar El Tambolar. Sobre el lecho del río e iluminando las negras siluetas serranas, sus luces de posición se acercaban lentamente hasta el lugar donde había caído el ómnibus. Sobrevolaba lentamente haciendo un reconocimiento de la situación. Sus luces comenzaron a buscar con más precisión el fondo del embudo, a muy baja altura. Seguía siendo de noche, ni siquiera se podía percibir la polvareda que levantaba el ave metálica, y el piloto, el recordado y querido Pepe Licciardi, estaba piloteando, como lo hizo por muchos años, cumpliendo con su deber.
Postas de hombres que parecían multiplicarse, llevaban por la pendiente del cerro los cuerpos de las víctimas hasta el helicóptero que los levaría hasta la Isla del Sauce. La tarea fue rápida y precisa y, en menos de un par de horas, la labor había concluido no sin antes llevar en vuelo directo, desde la Isla a la Terminal de Omnibus, a los damnificados.
Solidaridad versus infraestructura
El accidente y la tragedia pusieron en evidencia un San Juan desprovisto de los recursos y mecanismos de seguridad necesarios para enfrentar una emergencia como fue aquel fatal accidente. La solidaridad y la capacidad de organización de los que participaron del rescate, no deberían haber suplido, ni tapar, esta carencia, aunque, cosa insólita, esa noche lo hizo. En una provincia como San Juan, enclavada a los pies de la cordillera, con caminos que son peligrosos por imposición de una geografía agreste y difícil, resultaba inadmisible para muchos no haber contado con una patrulla de rescate integrada por personal capacitado en operaciones de altura y dotada de los elementos indispensables para ese tipo de tareas.
Voces desde el infierno
Esteban Lago: “¿Cómo ocurrió el accidente? A mi entender, el ómnibus se quedó sin frenos cuando empezamos a descender la cuesta de El Tambolar, el conductor intentó frenar la máquina con la caja, pero fue en vano. Cuando me di cuenta de lo que estaba aconteciendo, yo que venía ubicado en la mitad del colectivo, atiné a pararme en el pasillo y a aferrarme a las butacas. El ómnibus tocó con la parte delantera derecha la punta del cerro en plena curva. Eso motivó que la máquina volcara sobre el costado izquierdo, rompiera el guarda raíl y se precipitara al abismo. El ómnibus se fue de punta para rebotar y caer de cola y quedar incrustado. (…) con parte del gasoil que quedaba en el tanque que se encontraba a varios metros de la máquina, hice fuego para llamar la atención (…)”.
Juan Carlos Virhuez: “Yo dormitaba cuando empezamos a pasar el cerro de El Tambolar. Desperté cuando reinaba entre el paisaje el pánico, puesto que el chofer del vehículo hacía denodados esfuerzos para maniobrar la palanca de cambios que, al parecer, estaba trabada, y el ómnibus, por la pronunciada pendiente, fue tomando mayor velocidad, doblando en las curvas velozmente. El coche, en varias ocasiones dio contra la ladera del cerro y, finalmente, se fue contra las defensas y cayó al precipicio. Después no supe nada más hasta que pude salir de entre los hierros y sacar un niño, y no sé cómo pude subir a la ruta (…)”.
Paulo Sotelo: “Me encontraba en uno de los asientos, en mitad del colectivo, y nos dimos cuenta de que el conductor no podía poner los cambios (…) y se oyeron gritos de que nos habíamos quedado sin frenos. (…) el conductor maniobra con el volante llevando el colectivo hacia el cerro con la intensión de detener la marcha de la máquina. Yo me tiré al piso del micro y atiné a tomarme de las butacas, cuando sentí un fuerte impacto, y como si todo se diera vuelta a nuestro alrededor. No recuerdo si perdí el conocimiento, sólo sé que me sentí algo aturdido sin saber precisamente cómo logré salir, un poco ayudado por un compañero que me dijo que no podía caminar y le dije que se quedara tranquilo, que saldríamos del lugar. (…) prendimos fuego a una camisa y a un pantalón con la idea de que nos vieran desde lo alto y nos prestaran ayuda”.
Juan Tapia: “Recuerdo una conversación que mantenían el chofer del colectivo y el capitán de banda Hugo Emi, en la que el conductor comentaba que hacía quince años que manejaba en ese camino. A lo que le respondió el capitán que la experiencia era buena, pero que los fierros suelen fallar. Ese diálogo fue por el lado de Pachaco, cuando después empezamos a notar que el vehículo fue tomando mayor velocidad, y cuando el conductor intentó frenar, los frenos no operaban y quiso trabajar con los cambios y tampoco respondían. Fue cuando empezó la desesperación entre los que ocupábamos el colectivo. (…) Nos fuimos al precipicio. (…) se levantó, fue rodando de cola hasta el lugar donde, finalmente, se detuvo”.
Las víctimas fatales
Integrantes de la Banda de Música del RIM 22: Capitán Director de Banda Hugo Emilio Emi, Suboficial Principal Músico Ángel Pascual Bazzanelli, Suboficial Principal Músico Osvaldo Moreno, Suboficial Principal Carlos Vitaliano Nievas, Sargento Ayudante Músico Mario Roque Cabeza, Sargento Ayudante Músico Nicolás Washington Navarro, Sargento Ayudante Músico Oscar Silvio Gómez, Sargento Ayudante Músico Héctor Ricardo Durán, Sargento Ayudante Músico Oscar Tarifa, Sargento Primero Músico José del Carmen Arce, Sargento Primero Músico Jorge Eduardo Rodríguez, Sargento Músico Jorge Guillermo Agüero, Sargento Músico José Segundo Villalobos y Cabo Primero Músico Sergio Méndez.
Civiles: Rodolfo Vera (12 años) y el maestro de la Escuela Albergue Álvarez Condarco de Villa Nueva Hipólito Espín.