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Historias del crimen

El hombre al que enterraron en cal en Santa Lucía

Su cuerpo apareció cubierto de cal dentro de una acequia. Era un hombre de 54 años, adicto al alcohol. Sucedió en agosto de 2006 y nunca se pudo determinar quién lo asesinó. Por Walter Vilca

Por Redacción Tiempo de San Juan

La tediosa rutina hizo que en principio ni cuenta se dieran de lo que sacaban del canal. Adrián Allende y Segundo Delgado, como otro día más, retiraban la mugre y el desecho de las compuertas de ese cauce, hasta que vieron rodar un objeto ovalado desde el montículo de basura. El bulto despertó curiosidad. Estaba cubierto de una sustancia blanca y alcanzaba a verse parte de lo que sería el hueso. Los dos obreros se acercaron a mirar. Uno afirmaba que era la cabeza de un animal, pero el otro aseguraba que parecía un cráneo humano y entonces empezó la intriga.

 Justo ahí cerca estaba Claudia Páez, una vecina, que fue llamada por los trabajadores para que viera también qué era y opinara. La mujer observó detenidamente ese bulto y sorprendida respondió que, para ella, era la cabeza de una persona. Los hombres agudizaron la mirada y se convencieron que era cierto, que esa cosa era un cráneo humano.

Sin perder tiempo hicieron algunos llamados e informaron a la Policía de la situación. También se dieron la tarea de hurgar toda la basura y encontraron más restos que suponían eran las otras partes de un cuerpo humano.

Era el mediodía del martes 29 de agosto de 2006 y el insólito hallazgo desató un gran revuelo en la llamada “Esquina del Sauce”, en Santa Lucía. Esos extraños bultos blancos habían sido encontrados en la compuerta de un canal de regadío, en la zona donde desembocan las avenidas Hipólito Yrigoyen y Sarmiento con la calle Santa María de Oro.

Los peritos de Criminalística junto con los investigadores de Homicidios y la Seccional 5ta llegaron a la conclusión de que, efectivamente, aquello era el cráneo de una persona y las partes del cuerpo en estado de putrefacción, y que la sustancia que lo cubría era cal. Sabían que el cuadro  era complejo por las muchas aristas que podían surgir y conjeturaron, con mucha razón, de que podían estar frente a un asesinato.

Los restos humanos estaban irreconocibles, lo único que tenían con certeza los investigadores era que faltaban parte de los pies y de los dedos y que, por los huesos y la contextura, era un hombre. El médico legista explicó que no existían rastros de cortes en esas extremidades, sino que aparentemente hubo desprendimiento por acción del propio deterioro del cuerpo y el arrastre del agua. También notaron que la víctima llevaba un pantalón de vestir marrón claro y un short azul, el que sujetaba con un piolín. Esto último dejaba un claro indicio: el fallecido podía ser un hombre pobre o un vagabundo. Su muerte podría haber ocurrido varios meses antes, según las primeras pericias. Las especulaciones hacían pensar que lo mataron y que, para ocultar el delito y dejarlo irreconocible, cubrieron su cuerpo con cal para después arrojarlo a un cauce.

En la Policía emitieron rápidamente un alerta a todas las comisarías de la provincia pidiendo información sobre las personas desaparecidas en el último tiempo. El juez Agustín Lanciani -el juez de instrucción interviniente en el caso- salió rápido a aclarar que no se trataba de Raúl Tellechea, el ingeniero desaparecido el 28 de septiembre de 2004 y cuyo caso era una espina para el Gobierno. No podía ser el cadáver de Tellechea, el médico legista indicó que la muerte de esta otra persona no tenía más de un año. Entonces el interrogante apuntaba a descubrir primero quién era el fallecido.

Los investigadores solicitaron a través de los medios que las personas que tuviesen algún familiar o allegado de sexo masculino desaparecido en el último año, que se acercaran a la Morgue Judicial para ver si reconocían las prendas de vestir de dicho cadáver. Además daban alguna descripción del cuerpo: un hombre de aproximadamente 40 a 50 años, de 1,70 metros de estatura, más bien corpulento, algo canoso y semi calvo.

En los días posteriores apareció el primer indicio. Tres hombres concurrieron a la morgue y reconocieron ese pantalón beige como el que vestía Teófilo Páez, un vecino de 54 años de Santa Lucía que estaba perdido desde el 7 febrero de 2008. La contextura física, su cabello y su estatura coincidían con su descripción. Su amigo dijo que era él, pero sus familiares no podían asegurarlo del todo. Lo que contaron esas personas a la Policía era que Páez estaba separado hace años, que tenía adicción al alcohol, que andaba mucho en la calle y que vivía en la casa de su hermana en el barrio Roque Sáenz Peña. Todo parecía adelantar que se trataba de él, pero las dudas se disiparon con la prueba de ADN. Los exámenes confirmaron que era Teófilo Páez.

La gran pregunta era qué le había pasado. Los investigadores a esa altura estaban seguros que lo habían asesinado. La autopsia reveló que no presentaba heridas de arma de fuego ni de arma blanca, como tampoco fracturas, pero todo indicaba que lo habían asfixiado y que la cal en su cuerpo había sido arrojada a propósito.

La investigación policial se complicó por el tiempo transcurrido desde su muerte, entonces era imposible poder reconstruir lo que había hecho Páez a principio de febrero. Estaban en septiembre. Y por más que intentaron recabar datos y testimonios, nada pudieron conseguir. Sus amigos de la calle no aportaron nada y la familia menos porque no sabía mucho de su vida privada y los lugares que frecuentaba.

Lo que sucedió, como en otros casos, fue que la causa se enfrió con el pasar de los semanas y como nadie reclamaba por Páez, en la Policía y en el juzgado dejaron de preocuparse de la investigación para ocuparse de otros hechos. La prensa también dejó de publicar notas al no haber novedades y poco a poco el asesinato pasó al olvido.

Ya hace casi 13 años del crimen de Teófilo Páez y nada se sabe. El asesino o las personas que lo estrangularon y lo cubrieron con cal obtuvieron lo que querían, impedir que los descubrieran. Hoy seguramente andan tranquilos, seguros que el homicidio quedó impune.

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