Padecía una enfermedad que lo había estado aquejando desde hacía tiempo. Le estuvo dando pelea hasta que la muerte ganó la pulseada. Fue obispo de cuatro provincias, pero, cuando vio venir el final de sus días, decidió morir en San Juan.
El sábado 15 de abril de ese mismo año, después de haber estado parado en el balcón del Palacio Arzobispal, a duras penas y sostenido por dos sacerdotes que lo acompañaban, uno a cada lado, siguiendo el desfile de los exploradores de Don Bosco, sintió la necesidad de sentarse en un sillón que había en su habitación. El desfile había sido alrededor del mediodía. Pero, a la seis de la tarde de ese día, su vista se nubló, la habitación comenzó a girar desenfrenadamente, con todo lo que en ella había. Un vértigo voraz e indeclinable lo envolvió, y lo retuvo, para no soltarlo, para hacerlo entrar en la vorágine de la muerte. Según el certificado de defunción expedido por uno de sus médicos, había tenido una hemorragia cerebral, lo que hoy conocemos como un ACV.
De inmediato se les informó a los médicos que lo atendían. A los pocos minutos ya estaban sobre el cuerpo del obispo los doctores Augusto Echegaray, Facundo Larrosa y Elio Cantoni. Entonces comenzó una nueva pelea, esta vez eran cuatro, contra la muerte. Estando internado no dejaron de intentarlo todo: inyecciones, oxígeno, incisiones, tónico cardíaco. Todo fue inútil. La hemorragia se había extendido, y nada se pudo hacer. Además, él ya no tenía las mismas fuerzas físicas y espirituales que lo había caracterizado a lo largo de su vida. El pastor de Cuyo estaba exhausto. Desde ese momento, su vida comenzó con la cuenta regresiva. Tres días después de aquel último ACV, el martes 18 de abril del ’39, a las ocho de la mañana entraba en el trance final. Dos horas después, a diez de la mañana, entregaba su espíritu.
La noticia de su agonía se propagó con rapidez en la sociedad sanjuanina. La expectativa de todo un pueblo estaba en verso salir una vez más por ese mítico balcón del Palacio Episcopal, como de costumbre. Pero esta vez no fue así. Los primeros que llegaron donde él estaba fueron sus tres médicos, además de la mayoría de los canónigos, miembros del Cabildo Metropolitano y del clero, religiosos, religiosas. Los sacerdotes presentes le dieron la absolución, y la bendición papal, junto a los ritos de extremaunción; aunque ésto último ya se lo habían dado en días pasados.
Alrededor de las once de la mañana del martes 18, llegaron al Palacio Episcopal el interventor de la provincia Nicanor Costa Méndez, junto al Ministro de Gobierno Alfredo Alfonso, y el Secretario de la Misión Federal Fernando Benítez Basavilbaso; en nombre del Gobierno de la Provincia. Pero, conociendo el espíritu de José Américo, en ese Palacio faltó algún grupo representativo de ese pueblo sanjuanino, de la gente sin títulos ni honores patriarcales por lo que él había entregado hasta el último suspiro. Cuentan que sus visitas pastorales duraban más de tres meses, y que él recorría a carro o a caballo las provincias de San Juan, San Luis, Mendoza y Neuquén, de las que él era Obispo.
Cerca de las 11:30 de la mañana de su muerte, luego de que el Dr. Augusto Echegaray embalsamara su cuerpo, fue llevado por un grupo de canónigos hasta la capilla ardiente ubicada en el salón principal del Palacio Episcopal para ser velado. Una cantidad incontable de sanjuaninos desfiló alrededor del fuerte ataúd de roble en el que yacía su cuerpo. Las lágrimas y los gestos adustos, daban cuenta no sólo de la tristeza de la gente, sino también de la negación de su muerte.
Varias horas después, fue trasladado a la Iglesia Capital, como lugar de su destino final. Allí también fue velado en la capilla ardiente en la nave central de la misma. El Cabildo Metropolitano resolvió realizar las exequias ese mismo martes 16 de abril a las cinco de la tarde; y al día siguiente, el miércoles 19, a las ocho de la mañana la Misa presidida por Mons. Marcos Zapata, y luego el funeral a cargo del historiador y obispo mendocino, Mons. José Verdaguer. Luego siguió otra serie de ritos religiosos que duraron casi toda aquella recordada semana. La gente pasaba a visitarlo. Eran miles de sanjuaninos y de gente que había venido de las provincias de las que él había sido obispo que querían darle el último adiós.
Fuentes:
Diario Tribuna, abril de 1939
ENTRAIGAS, Raúl A. El buen pastor de Cuyo. Editorial Difusión S.A. Buenos Aires. 1949.
CASTRO, Ana E. Fundador, obispo y misionero. San Juan. 1998.
Breve semblanza de un obispo
José Américo Orzali nació en Buenos Aires en el año 1863. Fue párroco, obispo, fundador, periodista y trabajador social. Estuvo muy cercano a los pobres, enfermos y abandonados, a quienes les dedicaba largas horas de visitas, charlas, escucha y confesiones. El contacto con la gente fue su marca registrada. No fue un obispo de escritorio, sino, más bien, un hombre que caminó la calle, como se suele decir.
Organizó el "Círculo de Obreros” que se caracterizó por sus servicios sociales. Fue fundador de las Hermanas Rosarinas, que conservan su casa generalicia en Barracas, Provincia de Bs As, quienes están presentes en muchos lugares del país, como en San Juan, a quienes trajo en el año 1913. "Todo por Dios y por el prójimo” fue el lema que les dejó como programa de vida.
Murió a los 76 años por desgaste físico.
El tramo final
Ana E. Castro cuenta en su libro Fundador, obispo y misionero, que Orzali, en el mes de enero del año 1939, el año de su muerte, viaja a Mar del Plata a descansar. Ese era su lugar habitual de descanso. A los diez días tuvo una recaída, cae enfermo y se va a Buenos Aires a ser atendido. Estuvo casi dos meses en cama, hasta que pudo recuperarse.
El catorce de abril vuelve a San Juan, enfermo, debilitado. Ya no era el mismo que hacía veintisiete años atrás, cuando llegó por primera vez a la provincia, concluye diciendo Castro. Y volvió para no volverse a ir.