Dos desconocidos
El sargento Castro y Juan Carlos Celán llevaban vidas diametralmente distintas. El policía tenía casi la vida hecha, a sus 47 años le faltaba poco para retirarse de la Policía de San Juan. “Un hombre único”, según palabras de sus hijos. Una persona al que no le importaba lo material y con un amor inmenso, tanto, que junto a su esposa adoptaron a dos nenas para criarlas como suyas a la par de sus tres hijos.
“El terremoto del setenta y siete nos tiró la casa abajo y mi viejo igual salió adelante con todos nosotros y como pudimos levantamos otra casa. No teníamos plata, pero éramos felices. A veces aparecía con las bolsas llenas de cosas que nos compraba, para darnos una sorpresa. O venía del trabajo, cargaba comida, colchas y otras cosas en el carro y lo ataba a su bicicleta, y todos los chicos salíamos caminando al lado de mi mamá y mi viejo a pasar el día en El Pinar. Era un tipo con mucho corazón que vivía por la familia”, recordó Barbarita Trigo, la hija mayor.
Del otro lado estaba Celán. Este changarín de 23 años –en ese entonces- y era inestable emocionalmente y ya antes había intentado suicidarse. Su relación sentimental y la convivencia con Graciela G, de 18 años, no andaba bien y peleaban continuamente en la casa que compartían en Santa Lucía. Supuestamente estaban en etapa de separación y las discusiones se repetían porque ella no quería que él tuviera mucho contacto con el pequeño hijo de ambos. Eso enardecía más a Celán, que otras veces había maltratado a la joven.
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La tarde del sábado 10 de febrero de 1990, el sargento Castro y su esposa Águeda Solar salieron solos de su domicilio en la Villa Mercedes, en Marquesado, Rivadavia. Tenían reunión familiar en casa de uno de sus hermanos en Santa Lucía. Es que el próximo fin de semana llegaba una hermana de Buenos Aires y planeaban recibirla con una gran fiesta.
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La víctima. Este era el sargento Tomás Castro.
Esa tarde carnearon un chancho y ultimaron los detalles para la bienvenida. Hasta que se hicieron las 20 y Tomás Castro se levantó de la mesa. Dio un beso a su esposa y se despidió: “Me voy porque llego tarde al trabajo”, expresó. El sargento trabajaba en la Seccional 5ta de Santa Lucía, pero esa noche debía hacer un adicional en el Club Atlético Alianza. Fue así que se alejó caminando en dirección a la parada de colectivos situada en la avenida Benavidez y calle Colón.
Muy cerca de ahí había una fiesta. En una vivienda de las inmediaciones celebraban un cumpleaños y bautismo y uno de los invitados era Juan Carlos Celán, quien bebía cerveza en exceso. Sus mismos familiares declararon –en la causa- que en esa celebración también estaba Graciela con su nene y que otra vez el changarín empezó con sus reproches a la joven.
La pareja discutió. El joven largó algunos gritos. No se sabe si a esa altura éste tenía el arma encima o amenazó con pegarle a la chica; lo cierto fue que ella se retiró espantada temiendo otras de sus golpizas. Salió escapando hacia la calle. Celán permaneció unos instantes más en la fiesta y un tío suyo lo retó, no quería problemas, entonces él tomó su bicicleta y partió furioso en busca de Graciela.
Celán era un violento con su pareja y esa noche salió a perseguirla a la calle, con un revólver encima.
Todo se dio para que esa chica, que huía asustada, se encontrara justo con el sargento Tomás Adolfo Castro que aguardaba el micro en la parada de Benavidez y Colón. Todo fue muy rápido. Ella que pedía ayuda porque Celán venía por detrás en su bicicleta. El policía que no supo qué hacer cuando llegó el muchacho, visiblemente molesto.
Ataque traicionero
Nunca se supo qué se dijeron, pero evidentemente el sargento Castro trató de calmar al joven. El policía era corpulento y medía más de 1.80 metro de altura. El muchacho no entró en razón. Al contrario, sacó el revólver que llevaba y le largó un par de disparos. El policía no logró cubrirse, ni siquiera alcanzó a sacar su pistola reglamentaria, que uno de los balazos le dio en el rostro y se desplomó.
La muerte estaba en puerta. El sargento Castro quedó tendido con el rostro ensangrentado. Celán trepó a su bicicleta y escapó, mientras que la joven comenzó a gritar y los vecinos salieron de sus casas para ver qué sucedía.
Nadie quería tocar al policía herido. Una mujer que pasaba en auto en compañía de su hija se detuvo y se animó auxiliarlo. Junto a un vecino cargaron al sargento en el coche y tomaron rumbo al hospital Rawson con un pañuelo agitando por una ventanilla para que los otros automovilistas les dieran paso.
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Dolor. Barbarita Trigo -a la izquierda- y Elisa Castro, dos de las hijas del sargento Tomás Castro, mantienen vivo el recuerdo de su padre.
“Esa noche estábamos viendo televisión en la casa y llegó un hombre en un auto, se paró en la puerta y habló con mi cuñado. Mi cuñado salió urgente y no nos dijo nada. No nos quiso decir qué pasaba. Al rato llegó mi hermano mayor, desenchufó el televisor y mirándonos a todos, dijo: “El papá tuvo un accidente. Le pegaron un tiro en el hombro”, relató Elisa Castro, otra de las hijas del policía, que en ese entonces tenía 20 años.
“Todos nos fuimos al hospital. Siempre me acuerdo que mi mamá estaba asustada y llorando en un rincón del hospital. Me di cuenta que la situación era grave porque vi a un médico que salió con una placa radiográfica y era del cráneo. Ahí supe que le habían dado un tiro en la cabeza. Después, el médico nos pidió que avisemos a todos nuestros familiares porque mi viejo estaba muy delicado”, agregó Barbarita.
Testimonio clave
Fue la propia Graciela G quien aseguró a la Policía que Juan Celán fue el que disparó contra el policía. Éste hasta tanto permanecía desaparecido y recién la mañana del lunes 12 de febrero de 1990 se entregó en Tribunales. También llevó el revólver.
Ese mismo día, en horas de la tarde, en el hospital daban la noticia que el sargento Tomás Castro acababa de fallecer. “Todo fue muy triste. Nadie podía entender por qué un hombre tan bueno se iba. Nadie lo olvida. Para colmo ese día llovía mucho y estábamos velando a mi viejo”, cuenta Barbarita.
El juicio, concretado en 1991, concitó la atención de todos los sanjuaninos. El tribunal de la Sala I de la Cámara en lo Penal y Correccional dispuso que las audiencias se realizaran en el salón de sesiones de la Liga Sanjuanina de Futbol en la esquina de Santa Fe y Entre Ríos.
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En la Liga. A la derecha, Juan Carlos Celán. A su izquierda lo acompañan sus defensores, los abogados Ernesto Kerman y Diego García Carmona. Esta foto fue publicada por Diario de Cuyo en 1991 para reflejar el juicio.
El debate se inició el 2 de diciembre de 1991 con una lista de treinta testigos. El primero en declarar fue Juan Carlos Celán que, con la defensa de los abogados Ernesto Kerman y Diego García Carmona, aseguró que no recordaba nada porque ese día estaba ebrio y que se enteró de la muerte del policía el día lunes 12 de febrero de 1990.
Según declaró, se enteró porque su tío le dijo que él había matado a esa persona. Que eso lo puso muy mal. Y que, a partir de esa noticia, esa mañana buscó el arma y se presentó en la Justicia. También afirmó que en el último tiempo padecía de depresión y que anteriormente quiso suicidarse en cuatro oportunidades.
El testimonio inicial de su expareja, que lo acusó como responsable del crimen, fue la prueba principal en la causa. Esto después fue refrendado por los policías que intervinieron a poco de producirse el hecho y que escucharon esa versión de boca de la mujer.
Los familiares de Celán, que no presenciaron el asesinato, confirmaron que esa noche éste se hallaba borracho. Quizás para atenuar su responsabilidad. Otro vecino testificó que vio a Celán parado en la calle con su bicicleta y un revólver en la mano, pero no sabía qué había pasado.
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El tribunal. Los jueces frente a una de las testigos. Foto de Diario de Cuyo.
A la hora de analizar la personalidad de Celán, un psicólogo lo caracterizó como una persona con trastornos de personalidad y “bordelinde” –siempre al límite de las situaciones-, alguien que era peligroso para sí mismo pero no para terceros. También citaron un antecedente de epilepsia. Distinto fue lo que plantearon dos psiquiatras que hicieron otro informe en el cual catalogaron al acusado como un psicópata esquizoide y peligroso que era capaz de hasta cometer un crimen.
Los defensores cuestionaron esta última pericia psiquiátrica y se basaron en el primer informe para sostener que Celán era incapaz de asesinar al policía. También apelaron a sostener que no existían testigos directos del crimen y que no estaba acreditada la autoría material del crimen por parte de su defendido. Además, pusieron en duda las pericias y remarcaron que no hubo pruebas de dermotest –el examen para hallar restos de pólvora- en el acusado. Por el contrario, el análisis balístico demostró que el proyectil que produjo la muerte de Castro había salido del arma de Celán.
“Entré al juicio, quería ver al hombre –en referencia a Celán- que mató a mi viejo. Fue la única vez que lo vi y me agarró un ataque de nervios que me desmayé. La pasé mal. Cuando me desperté, me estaban atendiendo en la Central de Policía”, contó Barbarita Trigo.
La condena
En los alegatos, los abogados Kerman y García Carmona insistieron en que no estaba acreditado la autoría de Celán en el asesinato y volvieron a cuestionar las pericias. Por eso mismo solicitaron la absolución. Por el contrario, para el fiscal Vicente Roberto Chirino estaba todo probado. Pidió una condena de 10 años de cárcel.
El lunes 9 de diciembre de 1991, se escuchó el veredicto. Los jueces Arturo Velert Frau, Diego Román Molina y Raúl Iglesias resolvieron por unanimidad condenar a Juan Carlos Celán a la pena de 8 años de prisión por el delito de homicidio simple.
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Juicio. Celán dialoga con uno de sus abogados defensores. Foto de Diario de Cuyo.
Para la familia del sargento Tomás Castro resultó poca la condena. Y más todavía, por lo que vino después. “Quedamos en la nada. Mi papá mantenía la casa y desde que él murió quedamos desamparados. Mi mamá estuvo un año y cinco meses sin cobrar nada de mi padre porque no salía la pensión. No teníamos qué comer y menos para pagar la luz, pero sobrevivimos”, aseguró Elisa.
Barbarita, su hermana, agregó: “Mi hermano fue a pedir al Jefe de Policía que lo dejara entrar a trabajar a la Policía, pero le respondió que no porque iba a querer vengarse. Pero él sólo quería trabajar. Nosotros jamás pensamos en vengarnos. Lo hablamos entre nosotros. A todos mis hermanos les dije: ‘no busquen venganza ni nada. Con eso no vamos a revivir a mi papá. Porque la venganza no es buena, y eso nos había enseñado nuestro padre’”.
Al tiempo, el sargento Tomás Adolfo Castro fue homenajeado en la fuerza y ascendido pos mortem al rango de sargento primero. Doña Águeda Solar, la viuda, y dos de sus hijas mayores todavía viven en Villa Mercedes en Marquesado, allí donde aún hoy cuelga un cuadro con la foto de ese policía que murió por ayudar a una víctima