En una esquina de Capital, donde la Avenida Ignacio de la Roza se cruza con Juan B. Justo, hay un instituto que muchos sanjuaninos conocen de memoria. No por su cartel, ni por su ubicación estratégica, sino por la calidez que se respira adentro. Ahí, desde hace más de 30 años, enseña Vilma Bretillot: una mujer que, aunque es Licenciada en Administración de Empresas, siempre supo que su verdadera vocación era enseñar.
Vilma no llegó a la docencia por casualidad ni por necesidad, sino por amor. Desde la adolescencia ayudaba a sus compañeros a entender matemáticas y otras materias. Lo hacía por gusto, pero también para costearse los estudios. Sin embargo, cuando terminó la facultad y ya tenía una lista de alumnos que la buscaban, entendió que ahí había algo más: una pasión que se convirtió en profesión.
“Siempre me gustó ayudar al que le cuesta”, dice Vilma, con la voz pausada y firme de quien ha pasado años explicando fórmulas, despejando incógnitas y dando confianza. Esa cercanía con el alumno, ese vínculo casi familiar, es lo que distingue su forma de enseñar. “Me interesa que aprueben, claro, pero sobre todo que logren sus objetivos, que se vayan contentos”, cuenta.
Su instituto comenzó como un sueño joven y creció con esfuerzo, paciencia y boca en boca. “Venían cada vez más porque aprobaban”, resume con una sonrisa. Hoy es un lugar de referencia en San Juan, por donde han pasado miles de estudiantes de todos los niveles y escuelas. Muchos volvieron años después, convertidos en profesionales, trayendo a sus hijos… y hasta a sus nietos.
Las materias más demandadas siempre fueron las exactas: matemática, física, química. Vilma disfruta especialmente la matemática, y se entusiasma hablando de cálculos, de matemática financiera, de ese universo lógico que otros evitan y que ella abraza con pasión.
Pero detrás de cada ecuación, hay una historia. La de un chico que necesitaba aprobar para no repetir. La de una joven que soñaba con entrar a Medicina. La de tantos estudiantes que encontraron en ese instituto no solo clases particulares, sino una segunda casa.
Hoy, ya jubilada pero activa, Vilma transita una nueva etapa: la del legado. De a poco le está cediendo el mando a su hijo Ramiro, con quien comparte la gestión del instituto. “Somos una empresa familiar”, dice con orgullo. Él toma las riendas, pero ella no se despega del aula. “Sigo enseñando porque es lo que me gusta.”
En tiempos de inteligencia artificial y educación digital, Vilma defiende la importancia de la presencialidad. Lo aprendió en pandemia, cuando el aula se volvió pantalla. “Costó mucho. Ahora hacemos un mix, pero siempre prefiero estar con ellos, verles la cara, saber cómo están”, explica.
Quizás por eso, para tantos chicos que pasan horas en ese instituto, Vilma es más que una profesora. Es una guía, una consejera, una aliada. Los trata como a sus propios hijos. Y ellos, a veces sin saberlo, se llevan mucho más que conocimientos.