Por Guido Berrini
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Agroexportadora, proveedora de asados memorables, también es rica en fósiles de toda especie.
No es Ischigualasto, pero fue cuna de gliptodontes, smilodontes y megaterios, cuyos restos fosilizados pueden encontrarse en los barrancos del río Carcarañá, que corre a 15 kilómetros del casco urbano.
También es rica en otra clase de seres primitivos, como el sacerdote Eugenio Zitelli, párroco local de la Iglesia San Pedro (foto central), en peligro de extinción, pero resistente como un quebracho.
Apenas arribado a mi ciudad natal, escuché en la radio que empleados de la empresa de aguas de la provincia, cavando para colocar unos caños, encontraron un caparazón de gliptodonte. Un hecho similar ocurrió meses atrás, cuando remodelaban la capilla del barrio Nueva Roma.
También me enteré de que la justicia detuvo y tomará declaración a Eugenio Segundo Zitelli, capellán de la Jefatura de Policía de Rosario durante la última dictadura, y sobre el que varios sobrevivientes de la tortura en el Servicio de Informaciones dieron testimonio de haber tenido contacto.
Su presencia en los estrados judiciales era largamente reclamada por víctimas, querellantes, y organismos de derechos humanos. Es el primer sacerdote al que se lo cita en calidad de imputado en una causa en la provincia, y uno de los pocos en el país. Por eso creo que merece la nota.
Con gliptodontes no he tenido acercamientos, pero recuerdo una anécdota con el cura de marras.
Tendría yo 15 años, y estaba enamorado (como se puede estar enamorado a los 15 años), de una morocha de largas tranzas a la que abordé un carnaval.
Supe por boca de ella que partiría un mes después a un campamento en Carlos Paz, con el grupo de la Acción Católica al que pertenecía.
Yo, que nunca fui de cirios tomar, hice –como gustan decir ahora los políticos- lo que había que hacer. Fui a la parroquia local y gestioné mi ingreso al grupo de jóvenes.
Cómo me fue en el campamento con la morocha es otra cosa. La que viene a cuento es la experiencia que tuve con el sacerdote hoy detenido.
Supongo que estaría cometiendo un latrocinio menor –comer unas ostias con vino de misa, o cucharear el dulce de leche casero que los curas guardaban celosos, no recuerdo- cuando sentí la descarga de una mano grande y pesada en la nuca que me hizo, o golpear con el pico de la botella, o atragantar con la cuchara, según el delito que estuviera cometiendo.
Al darme vuelta, convencido de que era alguno de los compañeros de grupo, vi la imponente figura de este hombre enorme y ensotanado que me miró y me dijo: “No soy yo quien te pega. Es Dios que te castiga por mi mano”.
Rápidamente abandoné la grey, y juro que todavía sigo creyendo que el del sablazo fue él.
Otro brazo castiga hoy a Eugenio Zitelli.
Alguien o algo le quiere hacer pagar las culpas.
Que así sea.
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