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Tan querible, pese a todo

Hay que separar. Por un lado, el resultado de su gobierno. Por el otro, un hombre con la absoluta certeza de estar haciendo lo correcto y pelear por eso hasta el final. Por esto último, le quedará para la eternidad el afectuoso Don Alfredo. Por Sebastián Saharrea.

Por Redacción Tiempo de San Juan
Atendía en un despacho regado de mate, rodeado de paquetes con pañales y mercadería, adornado por un aparato para hacer bíceps que cada tanto agarraba para no perder de vista la salud. Hablaba con esa “ese” inclinada hacia la “zeta” que reclamaba su condición de hombre de campo afuera. Lucía ese bigote de los años 50 y ropa sin desbordes. Repetía mil veces las cosas en las que creía: federalismo, convicción, fe. Gestionaba con entusiasmo y sin reparar en consecuencias. Era, al fin, un hombre fervoroso que proyectaba una imagen paternalista y afectiva. Si hasta sus adversarios más enconados lo llamaban Don Alfredo.

Alfredo Avelín fue un dirigente condicionado por su manera de ver el mundo. De esos que hay que tomar o dejar, pero nunca atreverse a intentar cambiar. A todo le aplicaba su impronta personal: ni un paso atrás. Esas eran sus convicciones y no estaba en condiciones de negociarlas, algo así como la lógica radical, el partido del que provenía, de “que se quiebre pero que no se doble”.

Llegó a la cúspide de la consideración política sanjuanina, mucho antes de llegar al poder en 1989, porque sintonizó como pocos la manera de ser del ciudadano medio de esta tierra. No sólo su razonamiento político sino su forma de vida.  Para comprobarlo había que visitar el viejo local de la Cruzada Renovadora –su partido-, donde desbordaban los íconos cotidianos sanjuaninos como el mate con semitas, las paredes de adobe con techo de caña, los ambientes altos y espaciosos, los hombres de bigote corto y pantalones anchos, la organización vertical.

Su condición de médico también fue un factor que lo ayudó a obtener  respeto. Porque irrumpió como el profesional no mercantilista que la gente buscaba, el que atendía sin orden de prepaga, el que llevaba los remedios, el que no cobraba un centavo a sus eventuales pacientes. Y más de una vez se lo escuchó relacionando la condición de político y su relación con la gente, con el juramento hipocrático de un médico: así como el médico se compromete a no violar determinados preceptos, el dirigente político igual.

Con su llegada a la cúspide del poder, esa visión estricta de la responsabilidad política se convirtió para él en un corset que le impidió cualquier tipo de negociación, siempre importante para tan alta jerarquía. Más aún en su condición: había llegado al cargo como cabeza visible de un conglomerado de cuatro partidos –UCR, Frepaso, Bloquismo y Cruzada Renovadora-, cada uno con visiones y expectativas distintas que hacía crujir las bases políticas del espacio. No fue aventurado pronosticar en aquel entonces –como finalmente ocurrió- que las primeras crisis que le tocaría atravesar fueran justamente internas.

Pero Don Alfredo se la arreglaba para seguir con la iniciativa a caballo de su gran carisma. Era dueño de un mano a mano irresistible, que siempre amenizaba con su término de cabecera: “negrito”. Con eso ablandaba hasta a las rocas: sus interlocutores siempre sabían que –acertado o equivocado- en él siempre había un hombre convencido.

Hasta que los problemas se hicieron más gruesos y no hubo personaje, por más querible que fuera, que los arreglara. Y hasta el final hizo gala de su estilo: no negoció un centímetro aún con la Cámara de Diputados que en minutos más lo iba a destituir.
-Si quieren destituirme, que me destituyan, se le escuchó. Y así fue.
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