El muerto en un canal de Albardón y dos inocentes presos por un asesinato que no existió
José Carrizo apareció muerto en un canal el 18 de febrero de 1995. Tenía un golpe en la cabeza y se creyó que era un homicidio. Su pareja y su amigo fueron acusados de asesinato y terminaron presos, pero en el juicio todo se aclaró.
El cadáver apareció flotando contra la compuerta de un canal de Albardón. La intriga surgió por ese profundo golpe en la cabeza y el dato de que el cuerpo no tenía líquido en los pulmones ni en el estómago, lo que descartaba la posible muerte por ahogamiento. Pero lo que era una débil presunción inicial pronto se tomó como cierto y los investigadores no tardaron en calificar el hecho como un asesinato. Una teoría primeramente apresurada en la que encajaba el ataque traicionero con un garrote y las sospechas contra la pareja y el mejor amigo del muerto como autores del crimen, aunque sin un móvil valedero que respaldara la descabellada hipótesis.
Así empezó el caso José Carrizo, la historia trágica de un changarín con adicción al alcohol que fue hallado sin vida el 18 de febrero de 1995 en un cauce de agua de Albardón y cuyo expediente judicial, por una floja sospecha y una mala investigación, llevó a Inocencia Ramona Luna y Oscar Pantaleón Castro a permanecer encerrados un año y dos meses en el penal de Chimbas.
Desde aquel día, el caso quedó marcado por una lectura apresurada. El cadáver de Carrizo fue hallado a la mañana, varado contra la compuerta de un canal derivador de La Cañada, en Albardón, por un empleado del Departamento de Hidráulica. No había signos de ahogamiento ni agua en los pulmones ni en el estómago, confirmó el médico forense. Pero sí había un golpe en la cabeza y algunos raspones. Esa herida en el cráneo terminó por condicionar el rumbo de la investigación desde el primer momento.
canal
En este canal encontraron el cuerpo de José Carrizo. Foto publicada por Diario de Cuyo.
La muerte del changarín generó conmoción en Villa Santa Bárbara, la zona donde Carrizo tenía una precaria vivienda de adobe. Los vecinos hablaban de un hombre pobre, un obrero rural que alguna vez trabajó de leñador y muy querido entre los albardoneros de su zona, pero que tenía como único defecto el gusto por el alcohol. Ni borracho molestaba, dijeron algunos. Jugaba con los chicos del barrio, hacía changas en las fincas, cortaba leña y arreglaba jardines para subsistir y pagar su vicio. Eduardo Olivares, su amigo más cercano, decía que solía invitarlo a almorzar porque veía que el hombre comía poco y estaba solo.
La misma gente se convenció de que la muerte de Carrizo no podía ser un accidente y la Policía, en base a ese primer examen médico, también se adelantó en descartarlo. El golpe en la cabeza pasó a ser, casi de inmediato, sinónimo de homicidio. Se habló de un ataque con un elemento contundente, de un posible garrote. Circularon rumores y versiones. Algunos apuntaron a cuadrilleros golondrina de otras provincias que trabajaban en fincas cercanas, otros a un desconocido. Pero la investigación eligió un camino más directo y previsible y puso la mirada en el entorno más cercano del changarín muerto.
La sospecha cayó primero sobre Inocencia Ramona Luna, una supuesta novia o amiga de Carrizo, y luego sobre Oscar Pantaleón Castro, su mejor amigo. La lógica policial se basó en la presunción de una pelea que habría involucrado a Carrizo y la mujer, y a la que se sumó Castro para poner fin a la vida del changarín.
casa
José Carrizo, la víctima, vivía en esta precaria construcción de adobe. Foto publicada por Diario de Cuyo.
La jueza de instrucción Lucy Rodríguez, luego cuestionada por su desempeño y destituida en su cargo, sostuvo la teoría del homicidio simple como una verdad indiscutida y ordenó detener a esas dos personas, a Castro como presunto autor del asesinato y a Luna como partícipe del crimen.
Durante meses la causa avanzó sostenida por esa única lectura. El golpe en la cabeza era el eje sobre el que giraba la acusación, pero también el punto más endeble para probar la supuesta trama criminal. Nadie parecía preguntarse seriamente cómo, dónde ni en qué circunstancias se había producido. Mientras tanto Castro y Luna fueron procesados y llevados a juicio por un expediente que se apoyaba más en presunciones que en pruebas certeras.
La causa dio un giro total en mayo de 1996 durante el juicio oral y público realizado en la Sala II de la Cámara en lo Penal y Correccional. Allí lo que había sido tratado como un crimen casi cerrado empezó a desmoronarse pieza por pieza. El propio fiscal Ricardo Otiñano tuvo que admitirlo, no podía sostener una acusación producto de una mala investigación.
El testimonio clave fue el del médico forense Patricio Tascheret, quien había practicado la autopsia. Su declaración fue determinante. El profesional aseguró que Carrizo no murió ahogado y que si bien el golpe en la cabeza desembocó en la muerte del changarín nadie podía afirmar que esa herida mortal fuera producto del ataque con un objeto contundente. Según explicó en el juicio la lesión era compatible con una caída. El cuerpo presentaba raspaduras en el rostro y el frente, típicas de un golpe accidental. Además, Carrizo tenía un alto grado de alcohol en sangre, suficiente como para perder el equilibrio.
Juicio 2
A la izquierda, las dos personas que fueron juzgadas por un asesinato que no existió. Foto de Diario de Cuyo.
El tribunal realizó incluso una inspección ocular en el lugar del hecho. Allí se reforzó la hipótesis de la defensa que sostenía que Carrizo intentó cruzar un precario puente sobre el canal y que por el estado de ebriedad que presentaba cayó y se golpeó la cabeza contra el borde de cemento del cauce. No hacía falta un agresor. No hacía falta un empujón. El escenario explicaba por sí solo el desenlace.
El 15 de mayo de 1996 los alegatos anunciaron el fin de la pesadilla de catorce meses de Castro y Luna. El fiscal de cámara Ricardo Otiñano pidió la absolución y habló sin rodeos de una causa mal instruida. Las defensas a cargo de Raúl Molina y Virginia Guillén coincidieron en que el juicio oral había demostrado lo que debió advertirse desde el inicio. Esto se sabía antes de empezar, sostuvieron.
El fallo llegó el martes 21 de mayo de 1996 a las 20.30 ante una sala colmada por los parientes de los dos acusados. Los jueces Ramón Avellaneda, Félix Herrero Martín y José Peluc Noguera en una resolución categórica dictaron la absolución total y definitiva en favor de Oscar Pantaleón Castro e Inocencia Ramona Luna. El tribunal concluyó que no se pudo demostrar que fueran los autores de un asesinato porque no hubo asesinato. Desde el banquillo Castro lanzó una frase que sintetizó el drama: "Quién me devuelve el año de cárcel". La pregunta quedó flotando en la sala.
La crónica judicial cerró como había empezado, pero al revés. El golpe existió sí, pero fue producto de una caída accidental. La hipótesis criminal se derrumbó. La instrucción quedó expuesta como defectuosa. Y dos personas recuperaron la libertad después de haber pasado catorce meses presas por un crimen que no existió.
FUENTE: Sentencia de la Sala II de la Cámara en lo Penal y Correccional, artículos periodísticos de Diario de Cuyo y hemeroteca de la Biblioteca Franklin de San Juan.