Esa noche mezcló el coñac con un poco de gaseosa y lo bebió mientras leía, en las páginas del diario del 2 de marzo de 1979, la noticia del asesinato a hachazos de un jornalero a manos de su esposa. Según él, en ese momento volvió a pensar en su exmujer, en el conflicto que mantenían desde hace tiempo y en la inminente separación legal. Ahí surgió la idea de asesinarla y quitarse la vida.
Washington Artigas García ya tenía planeado el crimen. Lo que afirmó después no coincide en nada con sus acciones antes y después de la mañana del 6 de marzo de 1979, cuando ultimó alevosamente a su exesposa Celia Villalba. Esa madrugada, el guardia de seguridad de la empresa Organización de Protección Industrial S.A. lo meditó bien durante las tediosas y silenciosas horas en que cuidaba el edificio del antiguo Banco Agrario Industrial y Comercial, frente a la Plaza 25 de Mayo de San Juan.
Se dio el tiempo para escribir unas líneas sobre una hoja del diario y redactar una confesión en una carta, a modo de despedida y cobarde justificación: “Por Dios pido que no me juzguen mal esto ya no doy más y tengo una cosa en el cuerpo que me dice que haga todo esto yo no quisiera que nadie este en mi trance. Yo la sigo queriendo hasta la muerte a pesar de todo por eso he decidido matarla a ella y yo (sic)”.
Metió el papel en el bolsillo de su pantalón y tomó los dos revólveres calibre 38 marca Rubi Extra, con sus tambores llenos de balas, para calzárselos en la cintura junto con una linterna. Minutos antes de las 6 de la mañana de ese martes 6 de marzo de 1979 recogió el resto de sus pertenencias y abandonó su puesto de trabajo. No le importó nada. Agarró las llaves, cerró con llave la puerta del banco y salió a la calle.
Amanecía cuando abordó un taxi que lo trasladó por avenida Ignacio de la Roza al oeste y lo dejó en la Esquina Colorada, en el límite de Capital con Rivadavia. De ahí caminó al sur por calle Hipólito Yrigoyen, antes llamada San Miguel, en dirección a la casa de los Villalba. García iba enceguecido a buscar a Celia.
Una vez que llegó al domicilio de los padres de la expareja, Washington García se sacó los zapatos, los dejó a un costado de la entrada y caminó en medias por el pasillo que lo llevó hasta la casita del fondo. Hacía meses que la mujer vivía allí con sus dos hijos desde que se había separado de él.
Como un ladrón, entró sin hacer ruido y se acercó a la cama donde dormían su esposa y su pequeña hija de 7 años. Con frialdad, apuntó el revólver contra la mujer y de forma artera descargó una lluvia de disparos contra ella. Los cuatro balazos mortales despertaron a la niña, que al abrir los ojos se encontró con un cuadro sangriento y corrió a los gritos en busca de ayuda.
escenario
Una foto del diario Tribunal capturó la escena del asesinato ocurrido el 6 de marzo de 1979.
García, siguiendo su plan criminal, dejó el arma homicida en un costado y sacó el segundo revólver. Con sus dos manos lo llevó a la altura de su estómago. Y sin perder un segundo, se descerrajó un tiro, supuestamente, para quitarse la vida. La pregunta que flotó siempre es si esa autoagresión fue parte de una burda actuación y si el uso de las dos armas tuvo como fin sembrar pistas falsas. ¿Acaso su intención primera fue hacer creer que habían tenido una pelea con su exesposa y que ambos se agredieron mutuamente con esos revólveres?
El primero en llegar a la habitación fue el otro niño, de 11 años, quien pateó el arma que estaba tirada en el piso para alejarla de las manos de su padre. Al instante aparecieron su abuelo materno y su tío: sacaron a los chicos y llamaron a la Policía.
Washington García sobrevivió al disparo en el abdomen y fue trasladado al Hospital Guillermo Rawson para recibir atención. Celia, en cambio, ya estaba muerta. El médico forense determinó que falleció casi en el acto, mientras dormía, producto del alevoso ataque a balazos.
Fue un crimen motivado por el odio hacia una mujer. Un homicidio, como tantos otros, en un contexto de violencia de género. García consideraba a Celia como de su propiedad, buscaba retenerla y, en ese marco, la separación significó la sentencia de muerte para ella. Él mismo lo confiesa en esa carta en la que pretende mezclar romanticismo -dice amarla- con la violencia extrema y justificar su decisión criminal. Sin embargo, en el expediente judicial terminó pesando más el flaco argumento de que todo había sido consecuencia de un largo conflicto de pareja, de las peleas y de las constantes desavenencias a raíz del inicio del trámite de separación legal.
Eso quedó resumido en estas líneas: “Existen elementos suficientes para tener plenamente acreditado que la convivencia entre los esposos García y Villalba, no eran en lo más mínimo normal y mucho menos la óptima… Las reyertas, amenazas y las discusiones entre los esposos eran originadas fundamentalmente por razones o motivaciones de orden sentimentales… La impulsividad del acusado, o bien, la vida desordenada de la víctima, se constituyeron en motivos permanentes de altercados y discusiones, en algunas oportunidades violentas entre los cónyuges”, según consta en una de las sentencias.
García y la mujer vivieron por mucho tiempo en Buenos Aires. En 1977, el matrimonio regresó a San Juan y se instaló en esa pequeña casa situada en la parte trasera de la propiedad del padre de Celia, en la calle Hipólito Yrigoyen en Rivadavia. Para esa época la relación estaba rota y cada vez se hacía insostenible la convivencia. En febrero de 1979 hubo una nueva pelea, o tal vez otra agresión contra la mujer por parte del vigilador privado. Tras ese episodio, él abandonó la vivienda y se llevó a los dos niños a la casa de un amigo.
La mujer, de 46 años, denunció esa situación en el Juzgado de Menores y consiguió que les restituyeran a los niños. A la par, inició las gestiones en un Juzgado de Familia para solicitar formalmente la separación, algo que puso furioso a García. Ahí, este empezaría a maquinar el asesinato que concretó el 6 de marzo de 1979.
Hipólito
Así se ve hoy la zona donde se produjo aquel brutal asesinato.
La causa tuvo muchos giros. El fiscal que intervino en la instrucción lo acusó del delito de homicidio calificado en circunstancias extraordinarias de atenuación. Esto porque García afirmó que se encontraba destruido psicológicamente, que no comprendía lo que había hecho. En síntesis, se victimizó. Los informes médicos, también elaborados por hombres, señalaban que sufrió alteraciones morbosas que alteraron sus facultades al momento de cometer el hecho y que no le permitieron dirigir sus acciones.
El fiscal de cámara, en la etapa del juicio, se apartó de esa postura y calificó al asesinato como un homicidio agravado por el vínculo conyugal y por el modo alevoso de la ejecución. Para el representante del Ministerio Público Fiscal estaba probado, por su confesión de puño y letra y el accionar desplegado, que García actuó muy consciente y mató a traición a la mujer. De hecho, pidió la pena de prisión perpetua.
Aun así, el magistrado que presidió el juicio leyó su sentencia el 31 de agosto de 1982 y condenó a Washington Artigas García a la sola pena de 3 años de prisión. En su fallo, entendió que le cabía la atenuación por emoción violenta.
La sentencia fue apelada por el fiscal de cámara, que insistió en que vigilador privado debía ser condenado con la máxima pena por tan tremendo asesinato. Sin embargo, el tribunal que analizó la apelación de la sentencia sepultó cualquier expectativa de dar vuelta el fallo y le dio un nuevo revés a la víctima y su familia. El 27 de noviembre de 1984, el tribunal compuesto por los jueces Arturo Velert Frau, José García Castrillón y José Alejandro Hidalgo revocó la condena de 3 años de prisión y absolvió Washington Artigas García por considerar que era inimputable al momento de cometer el hecho.
Chapa de violencia de género
FUENTE: Sentencia de la Sala I de la Cámara en lo Penal y Correccional del Poder Judicial de San Juan, artículos periodísticos de los medios Tribuna y Diario de Cuyo, hemeroteca de la Biblioteca Franklin y Archivos General de la Provincial de San Juan.