Para Padilla, Teresa Dolores Vargas estaba muerta. Sin embargo, cuando los uniformados arribaron con la patrulla al sitio indicado, encontraron a la mujer todavía con vida. Agonizaba y tenía signos vitales. No podían esperar a la ambulancia, así que la subieron al móvil y la trasladaron a la guardia del Servicio de Urgencias del Hospital Guillermo Rawson.
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El lugar. En este sitio fue encontrada la mujer ya moribunda. Foto de Diario de Cuyo.
Esa esperanza de salvarla, no duró mucho. Los médicos no pudieron estabilizarla y la mujer de 37 años murió esa madrugada. El proyectil del arma de fuego había ingresado por el parietal derecho –el costado derecho de su cráneo-, provocando un grave daño cerebral. Además, había perdido demasiada sangre.
Desde el primer momento Fernando Juan Padilla, de 38 años, buscó instalar su coartada para hacer creer a todos que fue un accidente y que no tuvo intenciones de asesinar a Teresa. No le fue tal mal, como se aprecia en el devenir de la causa judicial.
Viejos amantes
De lo que surge de los documentos judiciales y de los recortes periodísticos, Padilla era un pequeño chacarero que durante su juventud había sido novio de Teresa Dolores Vargas. Luego se distanciaron y cada uno formó su respectiva familia. Con los años, ella se separó de su pareja y junto a su único hijo se mudó a la casa de sus padres en Santa Lucía. Ella era independiente y trabajaba de cajera en un conocido supermercado de ese departamento.
Teresa se reencontró años después con Fernando Padilla e iniciaron un nuevo romance, pese a que el hombre continuaba casado. En aquel tiempo su familia y él vivían en la zona de Concepción, en la Capital sanjuanina. Aun así, se las arreglaba para ver continuamente a la cajera de supermercado, incluso la visitaba en su domicilio en Santa Lucía y los padres de la chica estaban al tanto de la relación.
Padilla era casado y mantenía una relación paralela con la víctima, a la que visitaba en su casa. El hombre andaba con un revólver en su camioneta.
Todo indica que, para mayo de 1991, la pareja atravesaba una crisis y Teresa estaba decidida a apartarse de Padilla. Este se resistía y no lo aceptaba, eso quizás derivó en que se pusiera agresivo. No se conoció sobre la existencia de denuncias anteriores, pero el hombre era violento. Siempre portaba un revólver calibre 38 en su camioneta. Los datos judiciales señalan, por otro lado, que contaba con antecedentes en la Policía, pero no con condenas.
Aparentemente venían de continuas discusiones y ya no daba para más la relación. No se sabe si la cita de la noche del viernes 17 de mayo fue de común acuerdo o Padilla obligó a Teresa a que vaya al encuentro en ese sitio desolado de Lateral de Circunvalación, al norte de Libertador.
Encuentro con la muerte
Padilla estaba alterado y decidido a retenerla. Ya antes del encuentro fue a intimidarla. Los testimonios recogidos por los policías que trabajaron en el caso revelaron que el hombre entró un par de veces al supermercado donde trabajaba Teresa y en una de esas ocasiones compró una botella de coñac. Él mismo después confesó que bebió ese brandy para “tomar coraje” mientras la aguardaba.
Teresa Vargas llegó a su casa a las 20.30 del viernes 17 de mayo de 1991. Pasado un rato, les dijo a sus padres que salía por unos minutos: “Antes de que se haga más tarde y haga frío”, comentó, sin dar explicaciones a dónde iba o con quién se vería. Padilla la esperaba en su camioneta sobre el Lateral de Circunvalación, al norte de Libertador.
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Traslado. Fernando Juan Padilla (de bigote) en el momento en que era trasladado por dos policías de civil de la Comisaría 5ta a Tribunales. Foto de Diario de Cuyo.
Para entonces, él ya había vaciado parte de la botella de coñac cuando se encontró con Teresa. Qué pasó en esa cita, nadie lo sabe con certeza. Sólo se tiene la versión de Padilla, quien declaró que discutieron acaloradamente porque ella insistió en romper definitivamente la relación. Él admitió que se puso violento con la muchacha, que le reprochó una supuesta infidelidad y le exigió que diera el nombre de ese otro hombre.
Sin escapatoria
También reconoció que la golpeó dentro del vehículo. Y al igual que en otros casos de femicidios, Padilla aseguró que no recordaba parte de lo sucedido. Lo único que dijo fue que, de pronto, se encontró con el revólver en la mano y escuchó la explosión como consecuencia del disparo.
Con eso buscó justificar una acción involuntaria o accidental, como que se le escapó el tiro. Ahora bien, el disparo fue efectuado a centímetros de la víctima y el proyectil impactó casi en la sien, no en otra parte de la cabeza o del cuerpo.
Actuó de una manera fría. En vez de auxiliarla, sacó a Teresa de la camioneta y la abandonó al costado de la calle. Con total indiferencia y desprecio, después arrancó el vehículo y escapó del lugar, mientras la mujer agonizaba en el piso con su cabeza ensangrentada.
El homicida admitió que golpeó a la mujer, que después le disparó y la dejó abandonada. Ella estuvo viva durante al menos cuatro horas en ese lugar.
De acuerdo a lo que relató luego, esa noche continuó bebiendo y se trasladó a su casa en Concepción. El cargo de conciencia por lo que había hecho no lo dejó tranquilo, fue así que más tarde buscó a su hermano Antonio y le confesó sobre el ataque de un balazo a Teresa Vargas.
Su hermano finalmente lo convenció para que se entregara a la Policía y contara todo lo ocurrido. Ya en la madrugada del sábado 18 de mayo de 1991, ambos se presentaron en la Comisaría 5ta de Santa Lucía. Fernando Padilla quedó detenido y en los minutos posteriores los uniformados dieron con Teresa Vargas en el Lateral de Circunvalación, aunque no lograron salvarle la vida.
La acusación
El caso tuvo todas las características de un asesinato en contexto de violencia de género: un hombre que pretendía retener a su pareja a la fuerza y que fue a esa cita con un arma de fuego. Un sujeto que acusó a la mujer de serle infiel por querer separarse, que la golpeó y le pegó un balazo en la cabeza. En esa época no existía la figura penal del femicidio como agravante, pero bien podrían haberle imputado a Padilla el delito de homicidio agravado por la premeditación o la alevosía, tal como pedía la fiscalía.
Para el juez que investigó el caso se trató de un homicidio simple. Bajo esa acusación, Fernando Juan Padilla fue llevado a juicio en noviembre de 1992. A pesar de la postura del representante del Ministerio Público Fiscal, que solicitó un duro castigo, el magistrado condenó a Padilla a la pena de 14 años de prisión.
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Otra imagen. Así se ve hoy la zona de Santa Lucía donde ocurrió el asesinato.
Tanto el abogado defensor como el fiscal apelaron ese fallo. El primero consideró que no correspondía condenarlo por el delito de homicidio simple y el segundo entendió que debían aplicarle el agravante y con ello una condena más alta. Eso llevó a que la sentencia fuese revisada en 1993 por los jueces Ramón Avellaneda, Félix Herrero Martín y Mirtha Ivonne Salinas de Duano de la Sala II de la Cámara en lo Penal y Correccional.
Estos jueces rechazaron el planteo de la defensa en torno a que no existió dolo, que el acusado estaba ebrio y perturbado por la situación, que el disparo fue accidental y que por tanto el delito debía encuadrarse dentro de la figura del homicidio culposo.
De la misma manera, estos magistrados no hicieron lugar a la petición de la fiscalía que sostuvo que el homicida fue dispuesto a matar a la mujer, que la atacó sin que ésta pudiera defenderse y se configuraba la alevosía.
Un asesino beneficiado
Contra todos los pronósticos, terminaron beneficiando al acusado. Dieron por probado que “impulsado por el fin de que se le revelara la presunta deslealtad hacia él, no sólo esgrimió el arma, sino que también apuntó hacia la víctima, no habiendo obedecido al propósito o intención de provocar el resultado muerte”. Con esos argumentos, concluyeron que el delito debía encuadrarse como homicidio con dolo eventual.
Esta es una figura intermedia entre el dolo y la imprudencia. Es cuando una persona emprende una acción que sabe y se representa la idea de que puede ocasionar un daño y un resultado fatal, pero no se detiene. Se entiende que no hay intención directa de matar alguien, pero sabe de la peligrosidad.
La fiscalía pedía que se agravara la calificación del delito, pero los jueces de cámara revisaron el fallo de primera instancia y, en vez de aumentar la pena, redujeron los años de condena al asesino.
En otras palabras, le creyeron a Padilla la versión de que no quiso matarla. También dieron crédito a su supuesto estado de perturbación. Por esa razón no prestó ayuda a la víctima, la dejó moribunda, se dio a la fuga y recién varias horas más tarde dio aviso a la Policía, según la conclusión de los magistrados.
Además, resaltaron como atenuantes la “juventud” del acusado, su condición de productor y su “buen concepto” entre sus conocidos. Por el contrario, no hicieron mención a posibles maltratos u hostigamiento que sufrió la víctima antes y durante el ataque. Tampoco destacaron el hecho de que ella se encontraba indefensa frente a un hombre armado o al desprecio del éste por la vida de esa mujer que era su pareja y que tenía hijo al que dejó huérfano.
Al final de cuentas, confirmaron el fallo condenatorio contra Fernando Juan Padilla, pero por la figura del homicidio con dolo eventual, y le bajaron la pena de 14 años de prisión –dictada en primera instancia- a 9 años de cárcel.