Vive enfrente del Jockey. En realidad, jamás se movió de ese perímetro. Aquel lugar que lo recibió en los años 70, cuando apenas tenía 13 años y llegaba desde Chile con su papá por trabajo, se transformó en su cable a tierra, en su segundo hogar. “Esto es mi vida”, dice Roberto Torres mientras mira con nostalgia su alrededor: las tribunas, la pista, los establos. Todo forma parte de su mundo desde hace más de medio siglo. Ese chico que arrancó cuidando y preparando caballos y debutó como jinete profesional a los 15 años, es hoy una leyenda viva del turf sanjuanino.
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Cruzó la Cordillera en 1971. Su padre Rolando había sido contratado por la familia Echegaray para que se hicieran cargo del stud "Las Diez Cuadras". Venían por un tiempo. Se quedaron para siempre. O al menos él sí. Su padre regresó a Chile años después, pero Roberto no pudo acompañarlo: no tenía papeles, era menor y no podía salir del país. Se quedó solo, en una ciudad nueva, con amigos del Barrio Güemes y el metegol como refugio. Y claro, con los caballos.
"Para el tiempo de Alfonsín hice la radicación definitiva, pude tener documentos y volver de visita a Chile. Pero me quedé en San Juan, me casé e hice familia".
Fue su padre quien lo subió por primera vez a un caballo. De ahí en más, no se bajó más. Debutó en el turf con 15 años y ganó. “Yo recién estaba empezando. Obviamente que el caballo era bueno, lo eligió mi viejo para que yo pudiera ganar. Como hacen todos los padres”, dice, con una sonrisa picara.
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Don Torres supo ganar y mucho. En Buenos Aires corrió en los tres grandes: Palermo, San Isidro y La Plata. "A los del interior no nos dan muchas chances allá, pero tengo la suerte de haber ganado en todos los hipódromos. Ya correr es un logro, pero ganar, ni te digo”, agrega.
En San Juan, fue el jockey que más veces ganó el Gran Premio Domingo Sarmiento: cinco en total. “El primero fue especial. Tenía 17 años, casi me descalifican. Fue una carrera complicada, con muchas dificultades. Y yo tenía muy poca experiencia, pero lo gané. Ese no me lo olvido más”, señala.
Corrió hasta el 2001. Más de años de carrera. “Después ya no pude más. El peso me mataba. Siempre fui pesado para ser jockey, y había que matarse de hambre. Tomaba pastillas para adelgazar, trotaba horas. Era un sufrimiento”, recuerda. Así fue como, un día, decidió colgar la fusta.
Estoy muy agradecido del caballo que me dio todo. Me dio familia, trabajo, casa y satisfacciones. Agradecido del caballo y del Jockey. Estoy muy agradecido del caballo que me dio todo. Me dio familia, trabajo, casa y satisfacciones. Agradecido del caballo y del Jockey.
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Pero lejos de alejarse del turf, encontró otra forma de seguir: enseñando. Transmitiendo lo aprendido. Formando nuevos jockeys, aconsejando, observando, corrigiendo. “A mí me gusta la perfección. Si veo que hacen algo mal, les digo. Por suerte me escuchan. No soy mezquino y siempre tuve la vocación de que lo poco que sabía, debía transmitírselo a los más chicos”, dice.
Después de retirarse, además de ser maestro de jinetes, también se dedicó a amansar potrillos y a la talabartería. Hacía de todo un poco. Siempre vinculado al caballo.
De Chile ya no le queda ni el acento. “Nada, nada. Me siento más sanjuanino que muchos”, dice riéndose. Y aunque viaja seguido, especialmente a ver a su hijo mayor que vive allá, no se ve volviendo. “Allá nací, pero San Juan es mi tierra. Es más, cuando voy a Chile me siento sapo de otro pozo”, añade.
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Tiene tres hijos, una esposa que lo acompaña desde siempre, una familia que formó acá, una casa justo frente al Jockey. Y la certeza de que el Jockey Club lo es todo. “No me sacan de acá ni por los pies para adelante, como se dice”, expresa.
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