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Columna

Naufragio educativo y soledad digital: levantar la voz mientras aún se puede

La educación y el camino a privatizarle los puentes a los pibes que menos tienen. Soledad, digitalización y el fantasma de la crueldad. Por Eduardo Camus

Por Redacción Tiempo de San Juan

A 215 años del Cabildo Abierto de Mayo, y a 216 del Primer Grito Libertario de América en Chuquisaca, la Patria parece encaminarse, no hacia una segunda emancipación, sino hacia su propio naufragio. Y ese naufragio —como en toda gran tragedia— no empieza con un solo hecho, sino con miles de pequeños abandonos.

Hoy la educación, ese derecho que alguna vez supimos central en el proyecto de país, está siendo abandonada en silencio. En los barrios populares, donde la escuela representa mucho más que un lugar para aprender —es también comedor, refugio y horizonte—, la ausencia del Estado es brutal. Las Brigadas Educativas vienen mostrando: sin gas, sin electricidad, sin clases, sin materiales, los pibes quedan fuera del aula y fuera del futuro. Y sin futuro, no hay patria posible.

Por más de un siglo, las escuelas argentinas han sido el escenario donde se construye el futuro y se honra el pasado. Allí, cada mañana,, miles de estudiantes aprenden no solo contenidos, sino también el significado profundo de ser parte de una nación. En esas aulas se canta el himno, se recuerda a los héroes de la independencia y se celebra la democracia como la forma más digna de organizarnos como sociedad.

¿Cómo se construye esperanza cuando todo alrededor enseña que no hay lugar para vos? ¿Cómo se imagina un camino cuando la única certeza es la intemperie? El desprecio no solo se ve en los recortes, también en el lenguaje, en el modo en que se habla de ellos: como carga, como gasto, como amenaza.

En un mundo donde a menudo se promueve el individualismo y se diluyen los vínculos comunitarios, la educación sigue siendo ese espacio donde se cultivan valores colectivos. Donde se aprende que la democracia no es solo una forma de gobierno, sino una forma de vida. Donde se enseña que la patria no es una bandera, sino la gente que la construye día a día. Quizás por eso hay un esmero especial en disfrazar de ideologización todo intento de validar valores de rescate al otro.

Mientras tanto, una parte de la ciudadanía habla con las pantallas como el náufrago con Wilson, la pelota de vóley a la cuál el protagonista erige cómo su acompañante en la extrema soledad. Monólogos de dolor, bronca o indiferencia que nunca encuentran respuesta. Nos volvimos espectadores de una demolición que se transmite en tiempo real. Y en ese espectáculo, los únicos actores son los odiadores de siempre, los operadores de turno y un gobierno que convoca a la unidad solo para destruir, nunca para construir.

En la era hiperconectada, la soledad digital emerge como una paradoja. La soledad no solo es emocional, también política: fragmenta comunidades, debilita los lazos colectivos y erosiona el sentido de pertenencia. En lugar de puentes, muchas veces los algoritmos construyen burbujas. El desafío, entonces, no es tecnológico, sino humano: recuperar la densidad de los vínculos en un mundo cada vez más liviano.

Pero ¿quién va a alzar la voz por los pibes? ¿Quién va a decir lo que está pasando en las escuelas, en las casas, en las calles?

Porque cuando se apagan las aulas, se apaga también la democracia. Porque cuando un país deja a sus pibes sin comida, sin libros, sin maestros, sin investigadores, lo que hace no es ajustar: es traicionarse a sí mismo.

No es lo mismo decirlo que callarlo. No es igual guardar silencio que alzar la voz. No es lo mismo mirar para otro lado que ponerse del lado de quienes más lo necesitan. Pero para saber qué necesitan los que menos tienen, hay que estar cerca: escuchar, compartir sus vivencias, sus alegrías y también sus frustraciones. Es animarse a empezar de nuevo, con la convicción de que ese pibe que, en su soledad, le pregunta a una inteligencia artificial por el sentido de su vida, en realidad está buscando algo mucho más profundo: una esperanza.

Estamos a tiempo. Sigamos intentando, aunque la incertidumbre nos invada. Levantemos la voz contra esta cultura del descarte. Estemos cerca de los pibes, de los jubilados, de quienes sufren. Un país se puede juzgar —y se debe juzgar— por la forma en que trata a sus niñeces, sus adultos mayores, sus desposeídos y sus enfermos.

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Carlos Munisaga y Adriel Fernández.

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