Por Eduardo Camus
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SUSCRIBITEEl legado del argentino más lúcido y un espacio de reflexión para una ola que puede ser un punto de partida.
Por Eduardo Camus
El 21 de abril se murió Francisco, ese argentino del fin del mundo que sostuvo una forma de ver la vida, una forma de relacionarse con el otro, de hablarle a todos desde la llanura del mensaje, pero en términos profundos. Francisco es uno de esos argentinos que no defraudó. Aún no pasó ni una semana de esa mañana del 21, en la que se multiplicaron los mensajes en redes sociales recordando al mejor del rebaño. Fue uno tras otro, una serie de publicaciones hechas y de “me gusta” virtuales. Quizás hasta una sobreexposición obscena que me lleva a preguntarme qué pasará el día después, cuando lo cotidiano de la vida se lleve a la ola Francisco. Emulando la esperanza del líder humanista, habrá quienes recojan el guante, como lo hacen diariamente los que piensan y hacen por el otro desde la humildad.
Cuando Jorge Bergoglio se transformó en Francisco, inició una nueva era dentro de una de las instituciones más importantes en la historia mundial. Sabemos hoy que esperó cebándole mate a sus ansiedades en la puerta del cónclave que lo terminó eligiendo. Una conversación con el cardenal Hummes lo llevó a decidirse y bautizarse Francisco, el santo que nunca se olvidó de los pobres, de los descamisados. En tiempos en donde la palabra tiene un valor efímero, el Papa logró el desafío más complicado de alcanzar: hacer lo que pensaba aún ante las presiones del poder. Decir lo que se piensa y hacer lo que se dice, la elevación del ser humano frente a la propuesta intoxicante de la digitalidad de lo efímero.
El sacudón de las palabras de Francisco nos llevó a sentir que estábamos en lo correcto si hacíamos lío, que éramos parte a pesar de nuestros pecados porque no hay santos en el mundo de los vivos, sino personas con acciones santas que pueden cambiar un momento en la vida de otro. Hay una instancia superadora cuando el pastor nos pide que nos rebelemos ante la injusticia, ante la deshumanización y la invisibilización de los más débiles. Francisco nos zamarrea cuando nos propone llorar, sentir, conmovernos.
Instar a los jóvenes a revelarse ante la injusticia también tuvo otro pedido implícito, que se transformó en una sugerencia constante. Organizar para canalizar los reclamos de una forma más efectiva, que genere más escucha, que permita germinar un sentido superador a la instancia del decir.
Ser Papa y no olvidarse de ser pastor con olor a oveja es, en estos tiempos, un acto profundamente político. Francisco no especula ni se acomoda según la conveniencia del poder: asume su lugar de responsabilidad no para callar, sino para amplificar una palabra que incomoda, que interpela, que invita a mirar más allá del propio ombligo. En un mundo donde el yo parece ocuparlo todo, él insiste en que el centro está en el otro, en el encuentro, en el rostro ajeno. Y eso, en su simpleza, alivia: porque cuando dejamos de girar en torno a nosotros mismos, se aligera la carga, se amplía el horizonte y renace el sentido.
Pero no alcanza con decirlo: hay que sostenerlo. Francisco no habla de gestos aislados ni de arrebatos de compromiso; habla de procesos. De esos que se inician con convicción y se sostienen con coherencia, con perseverancia, incluso cuando no rinden frutos inmediatos. Porque transformar la realidad no es tarea de un día, ni de un solo gesto heroico. Es una apuesta cotidiana, muchas veces silenciosa, que exige no traicionar lo que se cree ni rendirse ante la lógica del desgaste. Continuar, insistir, persistir: ese es el camino que Francisco propone, y que tantos en esta tierra siguen andando.
El Papa invita a pensar en términos de la cultura del encuentro. Los peronistas tenemos que sentir esta invitación, como un mandato que nos permita canalizar un plan para mejorar la vida de los argentinos y argentinas. La humanidad de actuar según lo que creemos, de volver a la organización como respuesta a la desilusión de lo superficial y a la locura de la expulsión. Conservar la cordura desde el amor al otro, al territorio, a la tierra, a lo que fuimos, a los recuerdos y sobre todo a lo que somos.
No esperemos otro Francisco: construyámoslo en los territorios que habitamos. Encontrémoslo en el barrio, en la escuela, en el trabajo, en cada conversación honesta y en cada discusión necesaria. Busquemos a Francisco en esta Argentina que resiste, donde todavía en muchos espacios colectivos se sostiene viva la llama de la Justicia Social. Hagamos de Francisco una apuesta política, una trinchera ética frente al cinismo y la indiferencia. Porque, como decía uno de los autores preferidos del Papa, Leopoldo Marechal: “de todo laberinto se sale por arriba”.