El famoso “bajón” nocturno es casi un clásico: terminás de cenar, pasan un par de horas y de repente te invade el deseo de comer algo, ya sea una galletita, un pedacito de chocolate o unas papas fritas. Aunque parezca inofensivo, este hábito puede traer molestias como acidez o malestar estomacal, y muchas veces tiene más que ver con nuestras emociones o costumbres que con una verdadera necesidad física.
Especialistas consultados por Real Simple y Harvard Health explican que los antojos nocturnos están fuertemente ligados a la manera en que comemos durante el día y a cómo manejamos el descanso y el estrés.
Hambre o antojo: no es lo mismo
“Podés estar satisfecho y aun así tener antojo de algo”, explicó la nutricionista Alex Caspero. Mientras el hambre se calma con cualquier comida, el antojo apunta a un sabor o producto específico, como una hamburguesa o un postre. Por eso, restringir demasiado ciertos alimentos suele ser contraproducente: cuanto más los prohibís, más los deseás.
La dietista Kaytee Hadley recomienda permitir pequeñas porciones de los alimentos preferidos a lo largo del día. De esa forma se evita el ciclo de restricción y sobrealimentación, y se mantiene una relación más equilibrada con la comida.
El error de saltearse comidas
Saltarse el desayuno o almorzar muy tarde es una de las causas más comunes de los antojos nocturnos. Cuando el cuerpo llega a la noche con déficit de energía, busca compensar lo perdido con comidas rápidas y calóricas. Según Hadley, comer cada tres o cuatro horas ayuda a mantener estable el azúcar en sangre y evitar esos picos de hambre.
Además, una dieta pobre en carbohidratos complejos (como avena, quinoa o papa) puede generar menos saciedad y disparar el deseo de comer por la noche. Desde Harvard recomiendan priorizar alimentos ricos en fibra y con bajo índice glucémico, que mantienen el hambre bajo control por más tiempo.
Comer bien, descansar mejor
La clave para reducir los antojos nocturnos está en el equilibrio. Incluir proteínas, fibra y grasas saludables en cada comida ayuda a estabilizar la energía y evitar el “picoteo” constante. La Escuela de Salud Pública de Harvard sugiere una fórmula simple: una porción de proteína del tamaño de la palma, una de carbohidratos del tamaño de un puño, frutas o verduras, y una o dos porciones pequeñas de grasas buenas.
Pero la alimentación no lo es todo. Las emociones también juegan su parte. El estrés o la necesidad de consuelo suelen confundirse con hambre. “Preguntarse ‘¿qué necesito realmente ahora?’ puede marcar la diferencia”, apunta Peterson, especialista en bienestar. A veces la respuesta será comida; otras, simplemente descanso o contención emocional.
Dormir bien también es fundamental. La falta de sueño altera las hormonas del apetito y nos lleva a buscar alimentos más calóricos o azucarados. Dormir entre siete y nueve horas ayuda no solo al cuerpo, sino también a tomar decisiones más conscientes frente a la comida.
En definitiva, los expertos coinciden: no se trata de demonizar un antojo ocasional, sino de mirar el panorama completo. Los hábitos diarios -cómo comemos, descansamos y gestionamos el estrés- son los que realmente determinan el bienestar digestivo y emocional. Porque un dulce antes de dormir no es el problema; lo importante es que no se convierta en una necesidad de todas las noches.