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Entrevista estremecedora con una sanjuanina en Israel: "Mientras nosotras hablamos, escucho las explosiones"

Celia Malki tiene 69 años, está casada con un cordobés y viven en el país que está en pleno conflicto con Irán desde 1998. Su vida, en medio de alarmas.

Por Daiana Kaziura

Con un acento sanjuanino apenas retocado tras haber pasado los últimos 27 años viviendo en el extranjero, Celia Malki charla de modo pausado. Su voz se oye tan tranquila mientras conversa por teléfono con Tiempo de San Juan, que su entorno parece estar en calma. Sin embargo, en un momento se detiene y confiesa: “Ahora, mientras nosotras hablamos, escucho explosiones”. La mujer, de 69 años, con idas y vueltas de por medio, vive desde 1998 en Israel, donde construyó su vida, encontró el amor y se casó con un cordobés. Juntos enfrentan nuevamente la difícil situación de sobrellevar el día a día en medio de una guerra, esta vez con Irán. Es en ese contexto que relata los pormenores de su realidad actual.

Celia, que a pesar de estar jubilada continúa trabajando en una tienda de diseño de vestidos de novia —donde se destaca por sus bordados con piedras preciosas— vive en el sur del país, a 32 kilómetros de Tel Aviv (donde se ubica la fábrica en la que desarrolla su tarea) y a 40 kilómetros de Gaza. “Nuestra ciudad se llama Asdod y aquí se encuentra el puerto comercial más importante del país. Justamente, mi marido, Sergio, trabaja allí”, cuenta.

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Celia y su esposo durante un viaje a Jerusalén.

Celia y su esposo durante un viaje a Jerusalén.

Y, sin pausa, continúa: “Ahora estamos en una temporada de guerra otra vez. Hay momentos en que está muy tranquilo y otros en los que está bastante difícil. El problema con Irán viene desde hace muchos, muchos años. Este país sabe que todos los terroristas que creen que deben librar una guerra santa, que consideran que quien no quiere aceptar sus principios debe morir, tienen como su enemigo número uno a los judíos. Y para ellos, el judaísmo es este país, no les importa quién viva acá. Yo no soy judía; tengo sangre judía, pero no profeso esa religión. Sin embargo, también sufro los ataques”.

Celia cuenta que, a lo largo de su vida en Israel, aprendió que en cualquier momento puede subir un hombre a un autobús e inmolarse, porque lleva un cinturón de explosivos debajo de la ropa. “Me he tenido que bajar de un autobús porque de golpe aparece adentro un bolso que parece no ser de nadie y te hacen correr una cuadra mientras el personal especialista en explosivos lo revisa. Algunas veces ha tenido explosivos. Otras, todo ha sido causado por un desmemoriado como yo”, dice y ríe.

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Pero también sostiene que: "Esa situación se ha ido agravando con el tiempo. Y entonces empezaron con los autos que se estrellaban contra las paradas de colectivos. Pero yo probé lo que es la verdadera guerra el 7 de octubre del año pasado —cuando ocurrió el primer ataque de Hamás— y no puedo creer lo que es esto. Desde ahí nos acostumbramos a que suenen las alarmas, a que se active la Cúpula de Hierro y ya no se sabe si tiraron un cohete o cientos”.

Y reflexiona: “Desde ese momento, siento que, tal como dijo un periodista español que escuché en la televisión, se abrieron las puertas del infierno”.

El momento en que volvió el temor

“La semana pasada —tras el inicio de los ataques cruzados con Irán— todo volvió a intensificarse”, dice Celia. Y relata que, en una primera instancia, el organismo que funciona como la Defensa Civil en Argentina —pero que allí está dirigido por el Ejército— informó sobre la existencia de una nueva aplicación mediante la cual se interferirían todos los teléfonos para alertar sobre potenciales peligros.

“Te mandan una señal rara, que suena muy fuerte, y llega con un mensaje que dice algo así como ‘estamos preparando la zona’ y, debajo, ‘Aceptar’. Si no apretás ‘aceptar’, sigue sonando, y es terrible. Entonces lo hacés, y tenés un tiempo determinado para buscar un refugio”, explica la sanjuanina.

Luego hace una enumeración de los tipos de refugios disponibles. Por un lado, están los de los edificios más modernos, de menos de diez años de antigüedad. Esos tienen en cada departamento una habitación hecha completamente con hormigón armado. “Las familias, en general, usan esa habitación como dormitorio para los niños o los ancianos que tienen dificultades para moverse. Y, cuando suena la alarma, el resto de los integrantes se une a ellos en ese lugar”, cuenta.

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Los edificios representan el corazón de Tel Aviv y todas las noches se escribe sobre ellos cuántos días llevan con guerra y esperando por los rehenes.

Los edificios representan el corazón de Tel Aviv y todas las noches se escribe sobre ellos cuántos días llevan con guerra y esperando por los rehenes.

Los edificios más antiguos tienen un refugio antiaéreo subterráneo, una especie de sótano también hecho con hormigón armado, con puertas de acero, que es compartido por todos los vecinos. Habitualmente, ese lugar se mantiene entre todos y cuenta con muebles, baño con agua caliente, ventiladores y alimentos que permiten pasar varios días allí.

“Si no tenés ninguno de esos espacios, la recomendación es ubicarse en los descansos de las escaleras. Y si no, en las zonas donde hay edificios más viejos, cada 50 metros hay un refugio público. Lo mismo ocurre en las escuelas y en las sinagogas”, detalla Celia.

Luego revela: “Donde vivimos nosotros tenemos un sótano comunitario. Pero yo solo voy de día; de noche le tengo un poco de miedo. Entonces, cuando nos atacan por la noche, no salimos de casa. Nos quedamos en una especie de rectángulo formado por las distintas habitaciones, que es un lugar seguro. Cerramos las puertas del baño, porque tiene cerámicos que pueden estallar con una explosión cercana, y también las de la pieza, por temor a que exploten los vidrios de las ventanas”.

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Celia en su trabajo.

Celia en su trabajo.

En cuanto al cambio más significativo en su vida cotidiana, sostiene: “Estuvimos una semana sin poder ir a trabajar. Solo podían hacerlo quienes desarrollan trabajos esenciales. Por ejemplo, mi esposo tiene un vehículo que lo pasa a buscar en la puerta de casa, viaja doce minutos y llega a su trabajo. Él debe ir sí o sí porque es inspector en el puerto, y la parte comercial no puede parar. En mi caso, tengo que salir, tomar un autobús, viajar cuarenta minutos y caminar otros seis. Es mucho”.

En ese contexto, confía: “Desde hoy podía regresar al trabajo, pero sentí que no debía hacerlo. Y menos mal, porque sonaron las alarmas justo en el horario en que hubiera estado a mitad de camino en el autobús. Cuando eso pasa, hacen bajar a todos los pasajeros y tenés que acostarte en el suelo, boca abajo, con las manos en la cabeza. Eso es para que, si explotan los vidrios del bus, no te provoquen lesiones graves. Pero yo tengo una lesión en la rodilla, y con mis años ya me cuesta mucho”.

Entre idas y vueltas, hasta encontrar un hogar

Celia llegó por primera vez a Israel en 1990, siendo muy joven y recién recibida de bibliotecaria. Viajó como residente temporaria con la intención de conocer a la familia de su padre, ya que su abuelo paterno era originario de aquel país, desde donde emigró a Argentina. Se instaló en San Juan, conoció a una sanjuanina y adoptó la provincia como su nueva tierra, hasta que murió de hepatitis con solo 42 años. De los siete hijos que tuvo, el menor sería luego el padre de Celia.

Durante ese tiempo como visitante en su país de sangre, Celia estudió hebreo e impulsada por una prima, decidió quedarse a probar suerte. Trabajando como niñera de quintillizos de cuatro años logró comenzar a asentarse, y fue entonces cuando vivió por primera vez los embates de la guerra, durante el conflicto con Irak.

Pasado ese conflicto, volvió a Argentina. Pero en Israel había dejado a un enamorado, un hombre con quien se escribió cartas durante años, hasta que él decidió ir a buscarla. Junto a él, Celia regresó a Israel en 1998. Aunque la pareja duró solo una semana, ella decidió quedarse. Consiguió trabajo en una fábrica de vestidos y, aunque fue y vino varias veces a San Juan, finalmente se estableció en el país del Medio Oriente. Allí conoció a su actual marido, un argentino que tenía una hija y estaba divorciado. Con él se casó y vive feliz hasta hoy.

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Ahora, ante la pregunta “¿Tenés miedo?”, Celia responde: “Ya tengo 69 años. No es miedo lo que siento. Sí me preocupa, me duele mucho ver cómo los jóvenes se van de este país con 18 o 19 años. Ver cómo las mujeres se quedan solas, incluso viudas, con sus hijos pequeños porque sus parejas deben hacer el servicio de reserva y van a una guerra. Siento que todo esto no tiene sentido. No aprendemos que, si no somos pacíficos, si no aceptamos al otro, nada sirve. Pero hay intereses mucho mayores que todos nosotros”.

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