Vivir plenamente y feliz, nos exige mirar y actuar en el presente. Nada mejor que hacer de comer pensando en hacer de comer. Ni en el futuro ni en el pasado. Pero mucho de lo que hacemos está ya condicionado por el temor irrefrenable a fallar. A no lograr lo que mencioné como objetivo. Y doy tal entidad al fallar como fracaso, que crea un miedo inadecuado para poder vivir situaciones nuevas, temor que dificulta el perseguir nuevas metas o encarar placenteros intentos.
Por supuesto que deberé encontrar y reconocer límites. No hacer procurando fallar, despreocupadamente al extremo de no imaginar el resultado futuro pues si lo hubiera visualizado no lo hubiera acometido. Tampoco el fallar irresponsablemente respecto a los demás. Si ocasiona daño a alguien no deberé hacerlo para poder sentirme bien a pesar de que suceda.
En lo empresario fue enunciado como tendencia y buscado como meta para constituir la energía vital de la organización. Se habló del concepto de excelencia, de defecto cero, de perfección, lo que puede ser válido y necesario para un producto final obtenido, pero que es difícil generalizar para todo el proceso sin acercarnos a considerar que es literalmente imposible. Si hemos de llegar a una excelencia es porque hemos ido superando errores, corrigiendo defectos, hasta volviendo a empezar si fuera necesario.
Trasladar estos conceptos de perfección a todos nuestros actos, a los procesos necesarios, a la relación con otras personas, puede tener aceptables resultados, pero no habremos transitado un tramo feliz, sino que la exigencia puede haber convertido en una tortura la vida misma. Y esto seguramente por ignorar que la felicidad está en cómo vivimos el camino más que en el momento último del logro o producto final. Si creo que seré feliz por estacionar en mi cochera el auto último modelo, sin contemplar o decidir sobre lo que tuve que hacer para lograrlo me estaré olvidando todo el proceso, el camino. Y en ese tramo es donde está la vida. Será muy satisfactorio el logro del objetivo, pero en el tramo hasta conseguirlo habré de procurarme también el bienestar. Allí es donde debo permitirme fallar.
Es de seguro importante distinguir que fallar no arrastra el peso que mal otorgamos a la palabra fracaso. Fallé, fracasé, habla más bien del que no estoy haciendo nada por levantarme. Habla de que no admito que en la vida las cosas pueden torcerse en relación a lo esperado y allí yo corregir la desviación y continuar hacia el objetivo. Recordar que aprendo más de los yerros que de los aciertos puede ayudarme en esta perspectiva. Es posible haberlo escuchado: el problema no es caer sino no levantarme. Y aquí es donde el fallo se convierte en fortaleza, el error en aprendizaje y la sensación de fracaso en viento de triunfo, de crecimiento que debería alejar el temor, primera sensación que nos paraliza pues a veces ni lo intentamos con tal de no fallar.
Como buscamos por sobre todo ser felices, debemos amigarnos con el fallar. Con el equivocarnos. Perder el temor, enfrentar el hecho y levantarnos. Vivir la vida con la seguridad de que no habrá parálisis por perfeccionismo, sino impulso por entender que todos los intentos, aun los de tener que recomenzar, pueden ser disfrutando ya la felicidad de estar intentándolo. Y eso es ya un motivo más que suficiente para dejar de temerle a fallar. Acercarnos a ser felices en todos los tramos que vivimos.
CARLOS GIL COACH, La Granja, Sierras Chicas de Córdoba, Argentina, 26 de julio de 2019.