Fueron los tiempos en los que llamaban crímenes pasionales a los femicidios. Años en los que se victimizaban al asesino, más que a la propia mujer o por encima de ella, y en los que el supuesto sufrimiento del homicida resultaba argumento suficiente para los jueces para imponerle una pena menor.
El caso de Mónica Castro, como muchos otros a lo largo de la historia criminal de San Juan, tuvo evidencias claras de un asesinato en contexto de violencia de género. Fue cierto que mantuvo un romance con Raúl Oscar Olmos, un changarín que era su vecino en una propiedad que funcionaba como conventillo en la calle José María del Carril en Santa Lucía, pero ambos estaban separados.
La joven de 24 años alquilaba allí una pieza que compartía con sus dos hijos y su madre. En otro sector del mismo terreno vivía el jornalero con su familia. Para julio de 1987, ya hacía meses que habían cortado el noviazgo, pero Olmos insistía en volver y aquello se había vuelto una obsesión para él. Además, la situación económica de la chica no le permitía mudarse a otro lado y entonces obligatoriamente se cruzaba todos los días con el muchacho de 25 años.
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La propiedad donde tuvo lugar el sangriento episodio. Foto de DIARIO DE CUYO.
Él la hostigaba y buscaba todas las formas para torcer su voluntad, al punto que en esos meses hasta amenazó con matarse para presionarla. El changarín subió al campanil de la Iglesia Catedral en la calle Mendoza y amagó con tirarse alegando que lo hacía por culpa de la chica, pero no concretó la amenazas. Unos turistas y después los policías lo tranquilizaron y lo bajaron del mirador.
Nada se decía de ella. De la persecución y el acoso constante de ese muchacho contra esa mamá soltera, hechos que presagiaban que la situación se agravaba y podía terminar de la peor manera. Quizás Castro, su familia y la gente que rodeaba a Olmos no lo vieron venir, pero él ya lo tenía decidido. A escondidas de todos, él había comprado un revólver calibre 22 y algunas balas.
La fría noche del lunes 6 de julio de 1987, Raúl Oscar Olmos de nuevo golpeó la puerta de la pieza de Mónica. La chica estaba por cenar junto a sus hijos y su madre, y salió a atender. Ahí se encontró cara a cara con el muchacho, quien, nervioso, le exigió otra vez que hablaran. “Andate, no quiero saber nada”, contestó ella de forma tajante.
El changarín esperaba esa respuesta por parte de ella, pero también tenía en mente algo siniestro. Sacó el revólver de un bolsillo de su pantalón y en esos segundos desató la masacre en la habitación de la muchacha. Las detonaciones parecían no parar nunca. Los alaridos desgarradores de Castro se mezclaron con los gritos de sus hijos y su mamá, testigos directos del brutal ataque. Fueron en total cinco disparos directamente dirigidos al cuerpo. Uno de los tiros impactó en la cabeza de la chica y el resto en la zona del tórax.
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El titular de Diario de Cuyo con el que daban cuenta sobre el asesinato.
Una vez que Olmos se aseguró que Mónica estaba en el piso, se alejó caminando del conventillo. Minutos más tarde, el jornalero entró a la guardia de la Comisaría 5ta de Santa Lucía. “Acabo de matar a mi novia”, confesó frente al policía que lo atendía, sin siquiera largar una lágrima ni espantarse. Los uniformados ahí empezaron a hacerle preguntas, le quitaron el arma y lo metieron al calabozo, mientras tanto, una comisión policial partió hacia el domicilio que éste les señaló.
Mónica fue trasladada en un vehículo particular hacia el Hospital Guillermo Rawson. Ya iba agonizando y no resistió. Los médicos de la guardia que la recibieron constataron que la joven mujer no presentaba signos vitales.
Pese a la alevosía y la premeditación, el juez y el fiscal que intervinieron en el caso calificaron el asesinato como homicidio simple. Así, sin agravante. Esto da una idea de la forma en que trataron el caso, incluso la prensa: “Motivó esta determinación su negativa de mantener relaciones”, expresaba la bajada de la nota referida al hecho.
El juicio contra Olmos se concretó a principios de 1988. El fiscal sostuvo la acusación por homicidio simple, mientras que la defensa alegó que actuó en estado de emoción violenta, agobiado y humillado “por un amor imposible”. Aun así, el 16 de mayo de 1988, el juez de primera instancia lo condenó a 13 años de prisión. Poco, si tiene en cuenta el accionar desalmado del sujeto, antes y después del asesinato.
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Esta era Mónica Castro, la mujer asesinada por Olmos.
El fallo no dejó satisfecho a Olmos, que insistió con que era víctima de la circunstancia. Su defensa apeló la condena y los jueces de la Sala II de la Cámara en lo Penal y Correccional revisaron la sentencia. Los magistrados no pusieron en duda la autoría del asesinato, pues Olmos confesó el hecho, pero se escudó afirmando que: “No sé cuántos disparos efectué ni porqué empecé a disparar”, para dar a entender que no sabía lo que hacía. Su abogado lo llamó un “pobre infeliz” y repitió los argumentos acerca de que el hecho debía encuadrarse como un asesinato en una situación extraordinaria por su estado de emoción violenta.
El tribunal reiteró lo que había expresado el juez de primera instancia y ratificó que hubo dolo y a la vez también descartó que hubiese existido un estado de emoción violenta. Ahora bien, tampoco evaluó agravar la calificación contra el asesino. Estaba probado que Olmos compró el arma con la idea de asesinar a la chica, después la buscó y la mató de cinco balazos frente a su familia. Los jueces pasaron por alto todo eso y, por el contrario, dieron por sentado que el hombre estaba acongojado porque “arrastraba la frustración emotiva por la pertinaz negativa de la víctima”.
Pero eso no fue todo. Los jueces volvieron a evaluar el perfil del asesino con otro criterio. En esa instancia valoraron la “falta total de antecedentes”, su personalidad “tranquila” y “sin proclividad al delito”. Sorprendentemente, eso tuvo mucho peso para los magistrados a la hora de ajustar la pena, dejando de lado las circunstancias previas al asesinato, el hostigamiento constante contra la víctima y el feroz ataque, que hasta se lo podría haber calificado de alevoso y con ensañamiento. Lo cierto fue que el tribunal tuvo demasiada compasión con ese hombre que mató a balazos a una joven, madre de dos chicos de 5 y 8 años, por el solo hecho de que no quería volver con él. El 26 de septiembre de 1988, los magistrados ratificaron la condena, pero le redujeron la condena de 13 años de prisión a 9 años de cárcel.
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