Hay algo de este masivo y triste ingreso de vino extranjero para llenar las botellas de la bebida nacional, que aún no se puede comprender del todo. Y es cómo es posible que no se escuche la furia de las entidades vitivinícolas en toda su magnitud para quejarse, cosa que hacen por ahora apenas con un hilo de voz.
No hay quien se oponga a la idea de que esta medida de ingreso irrestricto de vino chileno es y será la ruina de la industria local, si es que se produce en dimensiones indiscriminadas como ahora. Ocurre que esa ruina no parece ser uniforme, sino que es probable que segmente entre ganadores y perdedores. Como ya se está viendo.
Por lo bajo, el gobierno provincial viene hablando con los protagonistas de la actividad local para que se hagan sentir. Les dice que la manera de abrir el paraguas para lo que pueda ocurrir en el futuro próximo es darle resonancia ya nomás a la dimensión del problema. De lo contrario aparecerá como una queja del gobierno provincial, sin afectados en concreto. Y la verdad, es que no lo hacen.
La sencilla aparición de una etiqueta como la del vino Toro -elaborado por el complejo bodeguero Fecovita- en la que se lee la endulcorada proclama de que “este vino es el clásico de los argentinos” y abajo nomás figura en tipografía resaltada la leyenda “procedencia Chile”, debería haber despertado un vendaval de furia en el sector, que lejos está de haberse escuchado.
Continúa la etiqueta del vino Toro señalando que el vino está “elaborado con uvas de excelente calidad, de las mejores zonas vitivinícolas. Es ideal para acompañar en la mesa diaria de los argentinos”. Zonas vitivinícolas éstas localizadas en el exterior del país, se deduce con claridad, para una bebida declarada hace pocos años nomás como “bebida nacional”.
Para ponerlo en claro y sin rodeos, ésta bebida sublime que motiva toda una cultura, impulsa fiestas regionales e infla el pecho en todo el mundo de toda una región argentina como ésta, aparece cada vez en mayor medida elaborada con vino chileno. Es decir que bajo el aspecto de bebida nacional, lo que hay en esas botellas es un producto elaborado en otro país. Sin que esto suene a queja chauvinista hueca sino a manifestación de incapacidad no sólo de un sector de la economía sino de la dinámica de un país.
Se argumenta que la importación vinos no es un fenómeno nuevo, sino que se trata de una medida que se implementó ya en el pasado. Y es verdad, tanto como que las proporciones no merecen que una cosa se compare con la otra. En el 2009, ante otra cosecha magra como las últimas dos, se importaron 10 millones de litros para completar el stock, en tanto que ahora se ha permitido el ingreso con la misma finalidad de nada menos que casi 60 millones de litros.
Para no ser injustos, es necesario consignar que el despropósito de hacer figurar en la etiqueta de las bondades de nuestras zonas vitivinícolas combinada con el imperativo legal de estampar el “procedencia Chile”, no es exclusividad de Fecovita y Toro. También ocurre lo mismo en Uvita de Baggio o en Peñaflor, conformando la trilogía de establecimientos que manejan el precio del vino en todo el mercado nacional: venden entre ellos tres el 51% del vino del país.
Y que son las tres bodegas que obtuvieron la autorización para importar vino chileno, y lo vienen ejecutando sin ningún problema. He allí también alguna explicación sobre las razones por las cuales el sector no se ha revelado de frente ante semejante decisión que no solamente atenta contra el interés del bolsillo sino también contra el orgullo nacional.
Estas tres bodegas no sólo manejan la industria bodeguera sino también a sus productos derivados entre los sellos institucionales. En primera línea, la Corporación Vitivinícola Argentina (Coviar), que desde que ha nacido aún no sabe para qué sirve y que ahora debería ponerse colorada de vergüenza si tiene que salir a promocionar en el mundo un producto nacional hecho con….vino chileno.
Soberano papelón que ocurriría si la Coviar cumple con su función: le cobra a toda la cadena vitivinícola una cuota-parte para promocionar en el país y el mundo –es decir, los principales focos de consumo- el vino argentino, de hacerlo estará impulsando el consumo del vino chileno que hay dentro de las botellas nacionales. Y para redondear, no ha pronunciado opinión pública al respecto.
Por el mismo motivo se entiende que la Cámara de Bodegueros no haya resistido la medida, si se comprende que se trata del eslabón de la cadena más favorecido por la importación. Más aún, es la que lo instrumenta, mal podría quejarse de su propia acción.
En San Juan también es fuerte la Cámara de Bodegueros Trasladistas, es decir los que compran la uva y procesan el vino. Hoy están siendo favorecidos por el buen precio que tiene el vino, con operaciones que parten de los 8 pesos en los blancos y entre 10 y 15 pesos los tintos. Que para las tintoreras alcanza los 28 pesos. Nada mal, impulsado por las dos pésimas cosechas como fueron las últimas, lo que deviene en buenos negocios en el sector.
Por el contrario, en cada escenario en que aparecen para hablar sobre la importación de vino chileno esquivan el bulto y se convierten en militantes de la reforma laboral a la brasileña, un asunto que parece ocupar al empresariado vitivinícola más que cualquier nubarrón en el sector.
El fardo cae del lado de los viñateros, el eslabón más débil. Las últimas operaciones de uva cereza se pagaron alrededor de $3,50 el kilo, lo que agranda la brecha entre lo que recibe el productor y lo que se paga en góndola. El ingreso de vino chileno no hace más que empeorar las cosas, un asunto que hoy está frizado por la baja cosecha pero que si se mantiene será la garantía de que para ellos la cosa tenderá a empeorar.
Las dos entidades de viñateros sanjuaninos, una encabezada por Eduardo Garcés y otra por Ramos, apenas alzaron tímidamente la voz ante este asunto que compromete el futuro de la actividad si se mantiene. A ellos el gobierno local es viene sugiriendo que lo hagan antes que sea demasiado tarde, pero la pasividad es notoria.
Recién esta semana la Federación de Viñateros anunció que estudia la presentación de un amparo por una presunta violación reglamentaria de esa importación. Y es justamente esa presentación en el envase de “vinos hechos en las mejores zonas vitivinícolas argentinas” justo arriba de la letra de molde que atestigua “procedencia Chile”. Un juez verá si se trata de una irregularidad en el caso que los viñateros pasen de las palabras a los hechos, lo que es seguro es que se trata de una vergüenza.
Mientras todo eso ocurre, el costo al año de mantener un trabajador viñatero en blanco alcanza los $240.000. Hay que vender mucha uva y a buen precio para mantenerlos. La sanidad y la calidad de los parrales viene en franco deterioro, de acuerdo con los ingenieros agrónomos que salen a las fincas. Calculan que el área sembrada sin la cepa redujo la superficie en un 20%, ni riegan ni fertilizan. A largo plazo, eso hará que las cosechas sigan flojas.
El gobierno nacional ha hecho escuchar a quien le pregunte –y lo hizo en voz alta y sin esconderse- que no detendrá por ahora el ingreso desde Chile, que la regulación provendrá del propio mercado.
Argumentan que la balanza comercial con Chile es claramente favorable a Argentina, y que la importación de vino es una medida que en la macro sirve para descontar la diferencia. Bien harían con que la imaginación para recuperar terreno en balanzas comerciales desfavorables se la dejen a los que tienen que remontarla, en este caso los chilenos. Como si Brasil o EEUU se preocuparan por lo poco que le vendemos nosotros en lugar de lo que pueden ellos mismos agregar a los containers.
Bien harían también los afectados en hacerse sentir, cosa que por algún misterio no ocurre y ya parece extraño.