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Opinión

Justicia: ¡Así que se podía!

El flamante sistema de flagrancia expone resultados asombrosos y avergüenza al sistema ordinario usado hasta ahora. La delincuencia usada como fuerza de choque. Por Sebastián Saharrea

Por Redacción Tiempo de San Juan

Flagrancia viene de flagrante, y significa un delito que está siendo cometido en tiempo presente, en el preciso instante en que se detecta. De allí que la fundación de una nueva generación de tribunales dedicados a imprimir velocidad a los procesos en delitos de menor envergadura, hayan tomado prestado el término en sentido metafórico pero embebidos por ese espíritu.


Lo de nueva generación de juzgados es algo más literal. Son tres jueces, tres fiscales, tres defensores y un flamante equipo de funcionarios en promedio de otra era cronológica, otros intereses y otras velocidades. Y otra dedicación: por ejemplo, trabajan por las tardes, mínimo ingrediente que funciona de aspirina para explicar mejor el contraste con la carretela desvencijada que es hasta hoy –y sigue siendo- el sistema judicial ordinario. 


Que no dejó de funcionar con Flagrancia, mantiene el gesto paquidérmico y su jurisdicción sobre los casos más escandalosos. Pero a diferencia de otros tiempos, ha quedado ahora mucho más expuesto ante la velocidad y eficiencia de sus primos flagrantes, que funcionan con la dinámica adaptada a este siglo y no a la de hace dos centurias como los señores magistrados de la ajada estructura señorial gerenciada por la Corte.


Ha cumplido un par de meses el nuevo sistema impulsado por el gobierno provincial, con el impulso especial del ministro Emilio Baistrocchi. Par de meses intensos, luego de un esfuerzo de gestión consistente primero en torcer brazo a la parsimonia existente, convencer a los dueños de los manejos de los tiempos, comprar edificio y refuncionalizar espacios físicos, designar magistrados, mover el banco de suplente en las plantillas de empleados.


En dos meses, el flamante sistema de flagrancia insumió un promedio de dos días hábiles para pronunciarse por culpabilidad o inocencia de los acusados. Auténtica justicia no sólo para las víctimas de esos delitos, sino también para los sospechosos, muchos de los cuales deben soportar años de procedimiento para tener una sentencia. Mucho peor si resultan absueltos luego de años detenidos y acusados, lo que se parece mucho a un daño irreparable.


Ocurre a menudo, y los habitantes de Tribunales están cansados de presenciarlos, eternas dilaciones de años para resolver un auto de procesamiento apelado, por citar apenas una instancia en la que se trancan los expedientes. Y como el tiempo no es un imperativo para este sistema judicial, su manejo termina siendo una tentación a la mediocridad y la discreción de los jueces, lo que sí funciona como un relojito: si tienen ganas, motivos o interés, lo activan; si no los tienen, al cajón. Verdadero escondite para la inoperancia, cuando no a la corrupción.


Además del beneficio de la velocidad -que no es menor porque redondea el concepto de justicia ya que si el veredicto no llega en tiempo aceptable, no encuadraría en esa acepción- la otra novedad que trajo la irrupción de los nuevos juzgados es el freno de la violencia callejera, la que más azota a la gente de a pie.


Resulta que al llegar a los 100 primeras condenas y decantando los datos, surge que 62 de ellos tienen entradas a la policía y salidas automáticas, en muchos de esos casos recuperando la libertad porque el sistema judicial no alcanzó a juzgarlos. Es la clásica puerta giratoria, otra metáfora útil para comprender cómo esa franja de delincuentes resulta beneficiada por rápidas salidas a causa de la ineficiencia de la justicia, que es lo que todos decimos perseguir. Justicia, no ineficiencia.


Funciona entonces como aliciente para las banditas de rateros dedicadas a asolar las calles con golpeas al menudeo, de baja intensidad y por tanto menos “importantes” para la administración de justicia, que dice dedicarse a otra cosa, los casos más importantes. Aunque una compulsa de esa expresión con la realidad –que los leguleyos sabrán comprender de tanta compulsas con los expedientes- tampoco le deja demasiado espacio para la veracidad.


Se sienten en consecuencia a sus anchas. Como entran y salen, nada que les impida reincidir. El dato de flagrancia de 62 sobre 100 condenados que ya debían estar adentro es tal vez el más indignante porque afecta a una franja de la población que debe vérselas en las calles con estos sujetos en episodios de violencia que no le importa a nadie en la justicia solucionar y/o reparar: la señora a la que le arrancaron la cartera, motochorros de variantes varias, largos etecéteras.


Uno de esos casos es el de Yusef Moreno, Daniel Narváez y Liquitay Flores, los dos primeros con antecedentes por robo y el tercero por robo agravado. Los tres fueron sorprendidos el 12 de agosto a las 6 de la mañana robando y destrozando un negocio en Chimbas. Días después, los tres fueron condenados a 3 años y 2 meses de prisión efectiva, pero los acusados cambiaron al defensor oficial por un abogado particular, que se quejó ante la Corte por presunta violación del derecho de defensa, indicando que el defensor oficial había aceptado la pena sin más.


El caso llegó a la Corte y estuvo por unos días poniendo a flamear a todo el sistema de Flagrancia. Una sala del máximo tribunal tuvo a su alcance admitir la queja, y eso desmoronar todo el esquema que está haciendo pasar vergüenza al sistema común si es que se sentara el precedente de que los fallos de Flagrancia sin apelables ante la Corte. Con un denominador común: Juan Carlos Caballero Vidal, integrante de esa sala que debió resolver, acusado de delitos de lesa humanidad y además cúspide del sistema de poder establecido de la justicia clásica.


Caballero Vidal es el mandamás de ese escenario y cerca estuvo de arrastrar –como hizo hasta ahora- no sólo el criterio de sus pares cortistas sino de tribunales aguas abajo. Esta vez se quedó sólo y sus colegas Caballero (con quien siempre votaron de manera similar) y De Sanctis formaron mayoría para rechazar el intento de la Corte por descabezar un sistema que pone en evidencia a sus señorías.


La prenda de esta “negociación” fueron estos tres sujetos, que ya deberían haber estado en el Penal en el momento de dar el golpe y a quienes la justicia “clásica” no parece tener problemas en depositar otra vez en la calle si era necesario para no quedar ellos en off side.


Pero hay números que hablan solos y no se puede tapar el sol con un dedo. Por ejemplo, las cifras de eficiencia: mientras en los nuevos tribunales de Flagrancia son juzgados –declarados culpables o inocentes- el 97% de los acusados sentados en el banquillo, la justicia ordinaria alcanzó un registro en el último año del 10%. El 90% restante deberá seguir esperando sentado que la justicia se haga un ratito para atenderlo, si son muchos organizar una marcha, pintar alguna pancarta, cosas así.


La aparición de este nuevo tribunal desmonta una de las líneas argumentales de esa parsimonia: que no se puede. Y parece que no, que sí se puede. Para poder, también hay que querer.

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